lunes, 24 de diciembre de 2018

Feliz Navidad


En este día tan especial, celebremos que hace mucho tiempo un hombre llamado Jesús vino a este mundo con un grandioso mensaje: TODO ES AMOR.

La pirotécnia, la comida, los regalos, la bebida... todo pasa a segundo plano cuando comprendemos que en esta fecha debemos re-afirmar que el AMOR debe gobernar nuestros corazones!



- Alan Spinelli Kralj -

martes, 18 de diciembre de 2018

Fabiana y sus dones




En el día del cumpleaños de mi mamá, quiero acercarles este cuento que va dedicado a ella, una mujer que me enseñó y confirmó que la magia existe. Espero les guste y puedan compartirlo.

Fabiana y sus dones

Fabiana era una niña muy peculiar. Sus padres eran trabajadores, la querían mucho pero la educación que le brindaban era muy estricta; siempre estaban regañándola de una manera u otra. Cuando Fabiana tenía solo doce años comenzó a tener extraños vínculos con otros mundos, los cuales fueron reprimidos rápidamente por su madre.

- Fabiana, vos tenes que bajar los pies a tierra, no podes seguir volando todo el tiempo.
- Pero mamá, ¿por qué nunca me crees? – dijo apenada y aferrada a su peluche
- Porque lo que decís son mentiras Fabi, no existen las cosas que vos me contas – afirmó en tono severo.
- Pero yo las veo, y vos no me crees… - algunas lágrimas brotaron de sus ojos.
- Bueno, ya es tarde, así que andá a dormir.

Las luces se apagaron rápido aquella noche, y la suave brisa que entraba por la ventana anunciaba una tormenta próxima. Fabiana aún no tenía sueño, pero las palabras de su madre habían sido muy claras.

- ¡Pff! – se escuchó en el silencio de la noche - ¡Ey! – queriendo llamar la atención.
- Ya te dije que no voy a volver a hablar con vos – dijo Fabiana mientras se cubría el rostro con las sábanas.
- ¿Por qué? – preguntó con inocencia una dulce voz.
- Porque no sos real, eso es lo que mi mamá dice y es lo que cuenta.
- ¿Y vos qué crees?
- No importa lo que yo crea, tengo que hacer lo que me dicen.

Las colchas comenzaron a correrse de manera suave, y la cara de Fabiana quedó al descubierto. Frente a la dulce niña se encontraba una mujer de cabellos dorados, ojos color cielo brillante y un manto blanco que centelleaba luz.

- No siempre es lo mejor escuchar a los adultos – dijo la amable mujer.
- Pero ellos son sabios, son más inteligentes.
- Si fueran tan sabios e inteligentes podrían verme, ¿no lo crees? – al tiempo que acariciaba los pies de la niña.
- ¿Por qué yo puedo verte y ellos no? – preguntó sin desaferrarse de su gran peluche de oso.
- Todos los niños y las niñas vienen a este mundo con una gran cuota de “magia”, con un don especial, pero pocos lo conservan hasta ser adultos.
- ¿Y por qué sucede eso?
- Porque dejan de ver, hacer y disfrutar de lo importante para trabajar, comprar y cumplir.

Un gran silencio se generó entre ambos seres; de un lado, una niña dulce de cabellos negros y su valiente peluche, del otro, una aparente mujer con una amabilidad y luz únicas.

- Yo no quiero dejar de verte – dijo Fabiana mientras mordía los labios.
- Y no lo harás, si así lo quieres.
- Tengo miedo de dejar de ver todas las maravillas que veo: duendes, luces, colores, personas, hadas, monstruos, animales, voces, ángeles, árboles que hablan…
- Si tu deseo por conservar este don es tan fuerte, voy a ayudarte a que nunca lo pierdas.
- ¿Qué debo hacer? – dijo incorporándose en la cama.
- Es un secreto tan antiguo como el tiempo Fabi, voy a develarte algo muy poderoso.
- Dime por favor, no aguanto más la ansiedad.
- Siempre debes creer que hay algo más, que cosas fantásticas suceden, cosas increíbles; se siempre una persona abierta, inocente y sorpréndete con todo, jamás dudes de tus dones y brilla al mismo nivel de Luz que el Universo.
- Son demasiadas cosas por recordar – dijo algo apenada.
- Entonces puedes recordar todo eso resumiéndolo en pocas palabras.
- ¿Cuáles serían?
- Que nunca debes dejar de ser una niña.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 11 de diciembre de 2018

El líder de la manda

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En el corazón de Alaska, un experimentado cazador y su hijo caminaban por los nevados senderos de hielo. Las temperaturas eran bajo cero, el viento cortaba el rostro y a cualquier lugar donde se dirigiera la vista lo único que se veía era un intenso color blanco. Ambas personas estaban detrás del rastro de una manada de lobos; hacía tres días que estaban buscándolos.

- Papá – dijo el joven - ¿por qué siempre dices que debemos aprender de los lobos?
- Porque los lobos han aprendido grandes verdades, y si los observamos bien, quizá podamos aprender algo también.
- ¿Por eso estamos aquí? – preguntó casi en susurro - ¿o simplemente vinimos a cazarlos?
- Vinimos a observarlos…

Al día siguiente, padre e hijo continuaron su viaje por el territorio nevado. El olor a pino y agua helada podía sentirse en el aire. De pronto, casi sin esperarlo, las primeras huellas frescas de lobos comenzaron a aparecer. Cada vez se hicieron más y más, hasta que el cazador y su hijo, en la lejanía, pudieron divisar a la manada.

- ¡Allí están papá! – gritó su hijo – los lobos.
- Shhhh – silenció el padre – ahora es cuando debes observar, a eso hemos venido. ¿Puedes identificar al líder de la manada?
- Si – aseveró el joven – es aquél que tiene pelaje gris, el más grande de todos, el que camina por delante.
- Exacto – dijo el padre - ¿y qué está haciendo?
- Está jugando con sus crías, o con lobos pequeños.
- ¿Qué más? – inquirió el padre.
- Ahora está corriendo, se está tirando de lomo al suelo, yo creo que está disfrutando lo que está viviendo – dijo pensativo – es más, creo que se lo ve feliz.
- Es muy real lo que dices hijo. ¿Sabes cómo terminan los líderes de la manada?
- No
- Su final es muy trágico, pues mueren luchando contra alguien más joven de la manda que se ha animado a desafiarlos; muere solo, herido y vencido.
- Eso es terrible – sentenció el muchacho.
- No lo es; espero que ahora puedas entender a lo que me refiero con observar a los lobos y su comportamiento.
- ¿Por qué lo dices?
- El líder de la manada sabe de antemano que su destino será trágico, sabe a ciencia cierta que su vida acabará de la peor manera: con una muerte dolorosa y solitaria.
- Eso es desgarrador.
- ¿Te parece aquel lobo preocupado o deprimido?
- No, ahora que lo pienso no. Se lo ve muy feliz, muy contento.
- Eso, mi querido hijo, es porque el lobo ha aprendido a vivir su vida al máximo, vive el hoy, vive cada instante; sabe que la vida llegará a su fin y de manera trágica, pero no le importa, porque la muerte aún no lo ha alcanzado y la vida para él es un disfrute constante.
- Es decir que no se preocupa por el final de la vida sino por el transcurso de la misma.
- Así es hijo – hizo una pausa – ahora podemos regresar.
- ¿Pero no mataremos a los lobos? – preguntó con asombro.
- No, ellos te han regalado una enseñanza, nosotros les regalaremos la vida.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 4 de diciembre de 2018

La paz

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En las afueras Tokio, durante la era Meiji, las luchas entre los Samuráis eran cosa de todos los días. Grandes dinastías se enfrentaban con sus soldados de elite, en lo que parecían batallas que nunca tendrían fin. Cuando la familia Yamamoto estuvo a punto de realizar una gran cruzada, se dispusieron encontrar a quien había sido el mejor de los generales del emperador en épocas de antaño: El gran Yogun. Fue por eso que el primogénito de la familia, un joven de nombre Yan, fue enviado a las montañas del Japón para buscarlo.

El joven Yan tuvo que atravesar cuantiosos peligros y extensas dificultades para dar con el paradero del gran General. Días de soledad, angustia, tribulación y dudas se habían cernido sobre él a lo largo del camino, hasta que pudo encontrarlo. En lo alto de una montaña había una pequeña casa, muy austera pero de una pulcritud extraordinaria.

- Buenas tardes, Gran Yogun – dijo el joven haciendo una reverencia –he estado buscándolo.
- Buenas tardes joven – respondió – que bella visita me ha deparado el destino.

A simple vista, podía observarse que el Gran Yogun no vestía uniforme samurái, y tampoco portaba espada. Su rostro era sereno, y su aspecto similar al de un campesino.

- Mi familia necesita de sus servicios Señor, y me han encomendado su búsqueda. Le pido, por el honor que lo atraviesa, que venga conmigo.
- ¿Y en qué puedo ayudar yo a tu familia? – preguntó mientras tomaba asiento sobre un tronco.
- Necesitamos que guíe a nuestros ejércitos hacia la victoria, como usted siempre ha hecho.
- Siempre es mucho tiempo jovencito – dijo en tono amable – no nací guiando ejércitos, y tampoco moriré guiándolos.

La afirmación sorprendió enormemente al joven samurái. Yan no podía imaginar como un samurái tan importante podía renunciar a una batalla, o al honor de la lucha.

- ¿Ya no tiene honor Señor? – dijo tímidamente Yan.
- No, el honor va de la mano del orgullo, y hace tiempo lo he perdido.
- No puedo creer que esté diciendo eso – dijo esta vez enojado.
- ¿Por qué no puedes creerlo? Estoy contándote mi mayor victoria… la victoria sobre mí mismo.
- No hay honor en ello…
- Pero hay paz.

El joven Yan quedó anonadado ante los dichos del viejo General, y enfurecido se dispuso a retirarse.

- ¿Entonces no volverá al campo de batalla?
- Mi estimado – dijo amablemente y con una sonrisa – no puedo volver al campo de batalla, simplemente porque he encontrado la paz… y de la paz no se vuelve.


- Alan Spinelli Kralj -

miércoles, 28 de noviembre de 2018

Reflexión de Miércoles

Nunca dejen que el reconocimiento o la fama los cambie. El ego es un monstruo silencioso que toma forma humana...

martes, 27 de noviembre de 2018

El titiritero

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El circo había llegado al pueblo; era un circo gitano que venía desde las afueras del país. Su llegada había sido anunciada por fuertes estruendos y alegre música que inundaba las calles. Los carromatos de la cultura romaní tenías vistosos adornos, y se lucían en una gran caravana que había sido detenida alrededor de la gran carpa azul.

Los niños, los ancianos y los adultos habían sido eclipsados por las atracciones y las funciones no paraban de sucederse. En un pequeño puesto oscuro detrás de la carpa un letrero no menos tenebroso decía “Show de títeres”. José, el joven arquitecto del pueblo, había salido a fumar un cigarrillo fuera de la carpa cuando la curiosidad hizo que se dirigiera a aquél puesto.

- Buenas noches – dijo una voz lúgubre – estas a punto de presenciar un mágico show de títeres.
- Le agradezco – dijo José – pero odio los títeres.
- Ten cuidado con lo que dices – dijo nuevamente la voz, que provenía de un muñeco de cerámica – pues los títeres somos seres muy rencorosos.
- Muy impresionante – dijo algo asombrado – pero vuelvo a repetirte que no me gustan los títeres.
- ¿Puedo preguntar el por qué? – dijo el muñeco mientras se sentaba al borde de una pequeña tarima.
- No me atrae la idea de un muñeco que es direccionado por unos cuantos cables.
- ¿Y acaso tu vida no se encuentra direccionada también por un titiritero? – preguntó el muñeco de cara blanca y ojos saltones.

Un gran silencio se hizo presente en la pequeña distancia que había entre el muñeco y José. El joven arquitecto estaba preguntándose cómo el titiritero, al cual no podía ver, manejaba tan bien ese muñeco cuando semejante pregunta fue lanzada hacia él.

- No, todas las decisiones que tomo son mías, por algo soy lo que soy.
- ¿Acaso a tus padres no les gustaban los edificios y los planos? – preguntó el muñeco con la misma inerte sonrisa.
- ¿Qué quieres decir? – preguntó algo asustado José.
- ¿Aún sigue gustándote el canto? ¿No hubieras preferido ser cantante?
- Si esto es una broma… - dijo amenazante.
- La única broma que existe aquí es que te mufas de un títere cuando tú también eres uno.
- No sé de qué hablas – gritó José enfurecido.
- Las únicas personas que no son títeres son aquellas que han logrado cortar con los hilos invisibles que los manejan.
- A mi…
- A ti te manejan tus familiares, tu pareja, tus amigos, tu trabajo… te sientes muy cómodo con los titiriteros que hay sobre ti.
- ¡Maldito muñeco! – gritó José.

Cuando se dio vuelta para marcharse, se encontró con un hombre de unos cincuenta años, de tez morena, pelo enrulado, nariz aguileña y ojos penetrantes… el titiritero.

- No me ha gustado su jueguito – dijo José enojado con lágrimas en los ojos.
- Señor, recién acabo de salir de la gran carpa.
- Pero el muñeco me ha dicho… que…
- Debe tener cuidado con lo que los muñecos dicen, muchas veces sus verdades pueden ser hirientes.
- Solo es un títere…
- Y usted también…

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 20 de noviembre de 2018

La empoderada

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Marili era una empleada, una tele-marketer. Vestía una falda corta pegada al cuerpo, una camisa blanca y un rodete muy tirante como peinado; tacos altos, uñas pintadas de rojo, y un rostro espolvoreado. Marili odiaba su trabajo, pero debía mantenerlo para poder continuar con sus estudios.

- Vos – le dijo su jefe enojado – ¿llegaste tarde de nuevo?
- ¿Perdón? – preguntó Marili sorprendida - ¿me está hablando a mi señor? 
- ¿A qué otra tonta podría estar hablándole? – preguntó con ironía – sos una basura, eso es lo que sos.
- Voy a pedirle que no me falte el respeto porque… 
- Ahh – exclamó – ahora resulta que sabes de derechos. 
- Si – dijo tímidamente mientras todos la observaban. 
- Mira – dijo y la amenazó con el dedo – vos no sabes con quién…

En ese momento el jefe de Marili fue interrumpido por su secretario, quien le dijo algo al oído.

- Ah, con vos no era la cosa, vos no sos María, me confundí – dijo y continuó su camino.

Todos voltearon y continuaron con su trabajo, todos menos Marili, quien con sus ojos llenos de lágrimas decidió pedir su descanso y salir a caminar. Mientras caminaba se detuvo en una pequeña plazoleta y buscó un banco donde sentarse, pero sin resultado. Entonces algo en su interior se movió, algo la hizo sentirse extraña. Caminó hacia un árbol, se descalzó y se sentó sobre el suelo, apoyando su cuerpo en el tronco. Las lágrimas comenzaron a caer por su rostro.

- ¿Te sentís bien? – dijo alguien del otro lado del tronco del árbol - ¿por qué lloras? 
- Porque mi jefe es un idiota que me faltó el respeto – respondió sin saber a quién. 
- ¿Y por qué no se lo decís?
- Porque voy a perder mi trabajo. 
- ¿Pensaste alguna vez en cuánta salud te está costando tu trabajo? 
- ¿Qué? – preguntó Marili desconcertada – no entiendo. 
- Si seguís así vas a perder tu salud antes de perder tu trabajo.

Marili se dio vuelta pero no encontró a nadie, algo extraño estaba sucediendo… O bien estaba volviéndose loca, o estaba teniendo alguna extraña revelación divina. Decidió levantarse, calzarse y regresar al trabajo; pero mientras caminaba, cosas extrañas seguían aconteciéndose en su interior. Entró al edificio y casi sin pensar caminó hacia la oficina de su jefe.

- ¿Me imagino que no querrás una disculpa chiquita? – le dijo el jefe anticipándose a lo que iba a suceder, con tono irónico. 
- ¿Vos siempre decís lo que pensas? – preguntó Marili – entonces yo también. 
- Vos a mi tenes que respetarme porque… 
- ¿Porque nadie te respetaba cuando eras un niño? ¿Porque tu familia no te respeta hoy en día? 
- Ojo con lo que decís – advirtió el jefe casi con la voz apagada. 
- ¿Por qué? – dijo con ironía Marili - ¿Porque puedo lastimarte como te lastimaban en la escuela? ¿O tengo que tener cuidado porque si realmente hago que te encuentres con toda la basura que tenes adentro no vas a saber qué hacer? 
- Vos... – alcanzó a decir. 
- No, no se trata de mi… se trata de vos. Mira a tu alrededor – dijo Marili señalando a todos los que los observaban 
- ¿te pensas que alguien te respeta? No, seguís siendo el mismo nene que hace años, y gritar no te va a hacer crecer.

Marili saludó a todos antes de renunciar aquél día… pero con una gran sonrisa. Mientras que su jefe solo se encerró en su oficina a llorar, como el nene chiquito que aún era, Marili se empoderó, y ya nunca más se calló.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 13 de noviembre de 2018

Par Donare




La plaza estaba desierta, nadie se veía en las calles, y hasta los pájaros habían callado. El viento soplaba fuerte, y muchas de las hojas del otoño volaban de un lado al otro. El crepúsculo comenzó a mostrar su inmensa gama de colores… el azul, amarillo y rojo se fusionaron en el horizonte.

Dos muchachos se encontraban enfrentados a poca distancia, y guardaban silencio hacía algunos minutos, mientras mantenían la mirada uno fija en el otro. El de la derecha, mordía su labio inferior de manera nerviosa; sus ojos estaban rojos y su ceño fruncido. Las venas de su cuello parecían titilar, pero de su boca no salía ningún sonido. El de la izquierda era más joven que el de la derecha. Su pelo ondulado estaba completamente despeinado. Sus ojos estaban borrosos y largas lágrimas corrían por sus mejillas. La boca estaba abierta, reseca, pero muda.

Los minutos parecían horas producto de la tensión que se manifestaba en el ambiente. Nadie los miraba, nadie los acompañaba; todo el tiempo del mundo era de ellos, y parecía que no lo aprovechaban.

- Yo quería – dijo el primero titubeando – pedirte…
- Yo también, solo que no encontraba… - titubeó también – no lo sé.
- Bueno, ahora estamos acá.
- Si – dijo limpiándose las lágrimas – es una pena que…
- No, nada de esto es una pena.
- Tenes razón, por lo menos estamos acá.
- Sí.
- Claro.

La pequeña conversación comenzó y concluyó rápido. Un gran silencio volvió a separarlos. Pocas cosas habían sido nombradas, pero muchas habían sido dichas. De pronto, un sonido ensordecedor sacudió la escena, e hizo que ambos taparan sus oídos.

- Perdón, quería pedirte perdón.
- Yo también – dijo gritando – y quiero decirte que te quiero mucho.
- Yo también, y eso nunca va a cambiar – dijo también gritando.

Ambos corrieron el uno al otro, se abrazaron, gritaron con fuerza producto de la emoción y lloraron cual dos niños. Todos los dolores, todas las culpas, todos los sufrimientos se disolvieron en un segundo, desaparecieron en un abrazo. La escena pareció detenerse en el tiempo, y fue solo unos segundos antes de que el gran asteroide “PAR DONARE” impactara contra la Tierra… y destruyera todo.

“Perdona lo de ayer, perdona lo de hoy, perdona lo de mañana… y no pierdas el tiempo”

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 6 de noviembre de 2018

La basura interior

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Alberto era un hombre que vivía en las afueras de la ciudad, en un pueblito muy pequeño. Todos se conocían, todos se trataban con respeto y todos eran cordiales y serviciales. Nada los perturbaba en aquél remoto paraje, pues sus consciencias estaban limpias, algo fundamental para vivir.
Una mañana, Alberto se dirigió a la ciudad para pagar unos electrodomésticos que había comprado. Cuando descendió del micro, le dijo “muchas gracias” al conductor, pero no recibió respuesta alguna. Comenzó a caminar por la calle peatonal, y lo hacía con una inmensa sonrisa, a todos sonreía. De repente, una muchacha muy bonita estaba pasando cerca de él, y en un acto cordial, Alberto la saludó; fue entonces cuando el aparente novio de la jovencita empujó a Alberto y lo hizo caer.

- Que no se te vuelva a cruzar por la cabeza mirar a mi novia – dijo en tono enojado.
- Pero yo solo estaba siendo amable – dijo tenuemente.

Nadie se detuvo a ayudarlo; quedó unos instantes en el suelo hasta que pudo reincorporarse. Continuó con su camino, pero cada vez más su sonrisa iba apagándose. Lo que comenzó siendo un gran viaje, estaba tornándose un pesar.
Ya dentro de la Casa de electrodomésticos, se dispuso a pagar la cuota de sus anteriores compras. Alberto había trabajado muy duro para poder pagar su nuevo ventilador de pie; había trabajado con las cabras, con las ovejas y curtiendo la tierra.

- Señor – dijo el vendedor – lamento informarle que este billete que usted me está dando es falso.
- No puede ser – dijo amablemente Alberto – me lo ha dado Carlos, el almacenero y yo…
- Es falso – volvió a afirmar – y para seguridad de todos debo quedármelo.
- No, no tiene sentido lo que usted está diciendo, por favor devuélvame el billete – esta vez en tono preocupado.
- Retírese señor, de lo contrario deberé llamar a la policía.

Alberto salió del lugar casi con lágrimas en los ojos; el esfuerzo de varios días acababa de esfumársele entre los dedos. Se sentó en el banco de una plaza, simplemente a ver a las personas pasar. Estaba muy triste, frustrado y dolido.

- ¿Qué te sucede jovencito? – preguntó una anciana que vendía artesanías en la plaza.
- Hola señora – dijo sin perder el respeto – estoy sorprendido con el comportamiento de las personas en este lugar, son todas muy malas.
- ¿Por qué lo dices?
- Porque todos me han herido de alguna u otra forma, y nadie se ha siquiera disculpado o detenido a pensar en lo que ha hecho.
- Eso, jovencito, se debe a que las personas suelen andar por la vida haciendo de cuenta que nada pasa.
- ¿Y por qué lo hacen?
- Porque si no… - hizo una pausa – deberían hacerse cargo de la basura que hicieron con sus vidas.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 30 de octubre de 2018

Cuerpo para dos

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En el medio de la verde llanura se encontraba una carpa gitana. Sus coloridos toldos se veían a la distancia, y sus adornos dorados y rojos daban la impresión de ser un lugar festivo. En el centro de la carpa, por sobre la puerta, un gran ojo tallado observaba todo cuanto sucedía. Hasta este remoto lugar había llegado Hernán, un joven de treinta años. Tenía grandes problemas de sobre peso, y su andar y respiración eran lastimosos. Por recomendación de amigos, había decidido dejar de lado los médicos, para concentrarse en el factor mágico-religioso.

- Buenos días joven – dijo la vieja gitana - ¿qué te trae por aquí?
- Señora – dijo mientras se sentaba con sumo cuidado – los médicos no encuentran respuestas ante mi problema con la comida.
- ¿Has probado operaciones? – preguntó mientras observaba una bola de cristal y sus ojos brillaban.
- He probado todo, pero no puedo dejar de comer – hizo una pausa para respirar – mis más de doscientos kilos siguen en aumento.

De repente, la gitana ingresó en un profundo transe que acompañó con canciones Romaní (lengua gitana). Sus párpados cerrados se movían rítmicamente, y su semblante cambió.

- La respuesta está en tus padres, pregunta por Silvia.


*

El domingo, mientras grandes cantidades de comida se habían servido e ingerido, Hernán estaba algo inapetente. Sus padres se preocuparon, ante la actitud extraña de su hijo.

- ¿Qué te sucede? – preguntó la madre.
- ¿Quién es Silvia?

Un gran silencio se hizo presente en la mesa.

- Hijo – dijo el padre – no creo que sea momento…
- ¿Quién es Silvia? – volvió a preguntar, mientras la madre rompía en llanto.
- Silvia era tu hermana, murió unos años antes de que nacieras.
- ¿Por qué nunca me dijeron nada?
- Queríamos protegerte Hernán – dijo el padre – además, no lo creímos importante.
- ¿Cómo creyeron que no era importante? – dijo violentamente.
- Porque una vez que vos llegaste a nuestras vidas, Silvia quedó en el pasado, y vos ocupaste su lugar.

En ese preciso momento Hernán entendió todo, su inconsciente reaccionó y comprendió. Su trastorno con la comida tenía que ver con energías y emociones familiares; Hernán había venido a este mundo a reemplazar a su hermana, Hernán era uno y era dos; su cuerpo físico era uno, pero sus cuerpos emocionales eran dos.
Finalmente, Hernán comenzó a llorar, y recordó las últimas palabras de la gitana: “cuando descubras quienes habitan en ti, todo se resolverá”

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 23 de octubre de 2018

La cura de todo mal

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En un futuro no tan lejano, la ciencia ha avanzado a ritmos impensados. Prácticamente todas las enfermedades poseen cura, el dinero ya preocupa solo a algunos pocos, las guerras se han detenido. En el interior del laboratorio QUIMCER los científicos debaten acerca de un nuevo tratamiento experimental.

- Sujeto de prueba uno – dijo el Dr. Cosme – favor de acercarse a la sala A.
- Doctor – dijo la asistente Nilda – hoy haremos historia.
- Claro que si mi querida Nilda – dijo mientras acomodaba unos instrumentos de medición – hoy será el mayor avance de todos los tiempos.

La sala se encontraba completamente iluminada de un color blanco brillante. En medio, una silla cómoda, acompañada de una mesita con una jeringa y un líquido azul.

- Hola – dijo el sujeto uno mientras ingresaba al recinto – mi nombre es Marcos.
- Buenos días – dijo secamente el Dr. – preferimos no llamarlo por el nombre.
- Tome asiento – dijo Nilda amablemente.
- Gracias.
- ¿Es consciente, sujeto uno, de por qué está aquí?
-  Sí – dijo tibiamente – no tengo dinero, ni comida, ni un techo donde dormir… y este lugar me ofrecía todas esas cosas.

Un silencio se produjo entre los tres participantes del proyecto médico. Todos intentaron hacer de cuenta que nada sucedía.

- Usted está aquí – continuó el doctor – porque probará un nuevo tratamiento que hará historia.
- ¿Y en qué consta?
- Introduciremos en su cerebro un líquido que hará desaparecer sus conflictos internos y sus problemas.
- Pero yo no tengo problemas ni conflictos – dijo mientras tomaba asiento.
- Usted acaba de decir que no tiene ni techo, ni comida ni dinero.
- Pero esos no son problemas internos, son externos.

Otro gran silencio se produjo en la sala. Los ambos de los doctores contrastaban con la ropa desvencijada de Marcos.

- Pero sus problemas externos tienen un origen interno, sujeto uno.
- Soy un hombre feliz, con la consciencia tranquila y el corazón en paz… ¿qué relación tiene eso con no tener dinero, techo o comida?
- Bueno…
- Usted, doctor, tiene aparentemente conflictos internos y problemas. ¿Por qué no prueba el tratamiento?
- Yo no tengo problemas Marcos, yo estoy sano.
- Usted lo que tiene es un buen pasar económico y mucho prestigio doctor, pero ¿acaso es feliz?

Los ojos del Dr. Cosme se llenaron de lágrimas, su rostro palideció y sus piernas se aflojaron. Mientras tanto, Pedro no perdía su sonrisa, y la asistente Nilda se vio conmovida.

- Gracias Marcos – dijo finalmente Nilda – su prueba ha terminado.
- ¿Y cuál es el diagnóstico?
- Que usted está sano y nosotros enfermos…

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 16 de octubre de 2018

Espejito rebotón

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Un hombre llamado Jorge caminaba por las calles de la ciudad. Se había levantado muy temprano ese día y comenzado la mañana caminando, caminando y observando todo cuanto le rodeaba. Miraba con detenimiento a todo aquél que se cruzara en su camino.

- ¡Ey tú! – dijo de repente gritando – vago, ¿por qué no vas a trabajar en lugar de estar holgazaneando?

Su entrecejo estaba fruncido, su rostro tenía un semblante de disgusto e indignación. Jorge había comenzado con mucho entusiasmo la mañana, pero poco a poco su humor fue cambiando hasta transformarse por completo. De repente, entró en el almacén del barrio, y continuó observando a los vecinos.

- Yo no sé – dijo interrumpiendo el buen clima – como ustedes están hablando por las espaldas de los vecinos, no tienen remedio – concluyó y dio media vuelta, saliendo del local.

Aparentemente Jorge estaba cruzándose con personas que a su parecer eran indeseables. Desde muy temprano estaba renegando de su barrio y su gente. Todos a su alrededor estaban haciendo las cosas mal, o por lo menos no estaban siendo como él. Finalmente tomó asiento en una plaza, y procedió a observar. Un anciano estaba dándole de comer a las palomas, sin molestar a nadie y disfrutando de su soledad.

- No le da vergüenza, un hombre de su edad jugando con animales tan sucios – soltó un grito de furia y continuó su camino.

Mientras su caminata de indignación y recelo seguía su curso, Jorge se cruzó con una madre y su pequeño niño. Iban juntos de la mano, jugando con las baldosas del suelo. Ambos con una gran sonrisa en el rostro.

- Ustedes – señaló Jorge – juegan y se ríen de todo, sin entender que la vida es una porquería – dijo al tiempo que golpeaba un árbol con su mano, y continuaba su camino.
Madre e hijo quedaron pasmados por la situación. Se miraron, y comenzaron a charlar, al tiempo que Jorge se perdía por las calles.
- Mamá – dijo el pequeño - ¿por qué ese señor estaba tan enojado y nos dijo esas cosas?
- Quizá porque está enojado con su propia vida, e intenta culpar a otros por las decisiones que ha tomado.
- Y ¿por qué iba caminando y hablando mientras se miraba en un espejo de mano?
- Puede ser que esté loco… o puede ser que todo aquello que le está diciendo a la gente en realidad se lo esté diciendo a él mismo.
- ¿Y no se da cuenta?
- Muchas veces, hijo, las personas culpan a los demás de cosas que ellos mismos representan o hacen… y algunas veces pasan así sus vidas sin darse cuenta.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 9 de octubre de 2018

En el zoológico

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En el zoológico de la ciudad de la Plata los sentimientos y las emociones se entre mezclaban en un clima un tanto confuso. Los animales se encontraban privados de su liberta, de sus familias y de sus sueños; mientras que los visitantes expresaban su alegría al ver mamíferos, aves y reptiles que solo les eran conocidos a través de libros o la televisión. Sentimientos de felicidad, sorpresa y tristeza danzaban por entre las jaulas y los pasillos.
Una tarde, un grupo de escolares recorría los distintos sitios en el interior del zoológico a través de una visita guiada. Todos los niños reían y se maravillaban, a excepción de un joven. Un pequeño de tez morena y ojos brillosos observaba con desilusión lo que era la gran jaula de aves exóticas.

- Jovencito – dijo el cuidador -¿cuál es tu nombre?
- Samuel – dijo con timidez.
- ¿Acaso no te gustan los pájaros?
- Sí, pero me pone triste que estén encerrados.
- Pero ellos están allí para ser protegidos.
- Pero no creo que estén felices – dijo aún con tristeza – porque nadie puede estar feliz si está entre rejas.
- Bueno, no hay que pensar en eso – dijo con un rostro estupefacto – vamos, continuemos con el recorrido.

Mientras todo el grupo de niños continuó con la visita, Samuel permaneció inmóvil, firme junto a la gran jaula, como quien busca una solución que solo llegará a través del corazón. Cuando todos se hubieron ido, Samuel entró a la gran jaula, y contando con el descuido de los cuidadores abrió todas las pequeñas cárceles y asustó a los pájaros para que puedan volver a ser libres.

- Vamos – gritó en silencio – no se queden ahí, vuelen y sean libres.

Los pájaros no se movían, quizá porque el encierro los había dominado, les había hecho olvidar lo que se sentía ser libres.

- ¡Fuera! – gritó el pequeño al tiempo que arrojaba una roca para incentivarlos - ¡vuelen! – y finalmente todas aquellas aves surcaron los barrotes para volar hacia el Sol.


*

Las vueltas de la vida hicieron que ese tierno jovencito creciera, y en ese crecimiento la realidad lo golpeó duro, tan duro que a temprana edad fue encarcelado y perdió, al igual que los pájaros, su libertad.
Una tarde, mientras miraba a través de los barrotes de su celda, pudo ver como un pájaro se posaba sobre la rama de un árbol, y su corazón supo que era uno de los pájaros que años atrás él había liberado. Las lágrimas llenaron sus ojos pero no de tristeza; Samuel así se dio cuenta de que, al igual que años atrás en el zoológico, él era el único que tenía las herramientas para alcanzar por fin su tan ansiada libertad.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 2 de octubre de 2018

El que mucho sabe

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La mesa estaba servida y un gran almuerzo tenía lugar un domingo soleado. Muchos familiares se habían sentado a comer y a charlar. Más de diez personas parloteaban mientras escuchaban las historias de Gonzalo, un amigo de la familia que había regresado hacía poco tiempo de recorrer el planeta. Toda la conversación estuvo orientada a lo que el joven había aprendido en el viejo mundo y sus alrededores. Las cuestiones eran interesantes, pero la conversación pasó rápidamente a ser un monólogo.

- Como soy una persona muy espiritual – dijo Gonzalo – estuve en la India, donde aprendí todo acerca de la meditación y la respiración tibetana.
- ¡Qué maravilla! – decían las demás personas.
- En Alemania, Rusia e Inglaterra aprendí lo que es el orden, el respeto y la verdadera educación.
- ¿Y estuviste por… - fue interrumpido.
- Estuve en todos lados.

Los familiares rieron del “chiste” de Gonzalo, y continuaron escuchándolo, mientras la entrada, el almuerzo y el postre fueron pasando.

- Pude comprarme toda la ropa que se puedan imaginar, porque es todo tan barato en los países menos desarrollados que nosotros.
- ¿Qué más aprendiste? – preguntó una tía.
- Todo y más. Ahora me considero un erudito – dijo mientras reía – lo cierto es que viajar te abre la cabeza, y te hace mejor persona.
- Lamentablemente no todos podemos hacerlo – dijo un primo.
- Claro que se puede, el que no viaja es porque no quiere – en tono severo – y puedo decirlo porque tengo la autoridad que me brinda el haber vagado durante meses.
- ¿Qué lugar te gustó más? – retomó el cuestionario una abuela.
- Las islas Bora Bora, un paraíso, tendrían que ir el próximo año.

De pronto, una gran carcajada interrumpió el clima exótico que había adoptado la conversación. El menor de los primos, el rebelde, el malhumorado, el parco, rió en tono sarcástico mientras tomaba un vaso de vino.

- ¡Qué loco! – dijo mientras apoyaba su vaso en la mesada.
- ¿Qué cosa? – preguntó Gonzalo, mientras no podía ocultar su mirada cortante.
- Que sepas todo… aunque hay una sola cosa que no sabes.
- ¿A sí? – preguntó con desprecio - ¿y qué es?
- Aquél que dice todo lo que sabe es porque realmente no sabe nada…

- Alan Spinelli Kralj -

lunes, 1 de octubre de 2018

Pobre Ángel

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El día primaveral estaba soleado, ni una sola nube flotaba en el celeste cielo. Los pájaros volaban de aquí para allá, danzando y llenando el entorno de sonidos maravillosos. El día era propicio para que las personas salieran a caminar, a correr, a jugar osimplemente a relajarse; y ese era el caso de Ángel, un señor de unos setenta años a quien la sociedad había jubilado, y hoy se encontraba sentado en un banco de plaza, recorriendo con la vista el quehacer de las demás personas.

- ¿Con qué necesidad ese gordo sale a correr? – dijo para sí mismo - ¿acaso no se da cuenta de que por más que lo intente no va a bajar de peso?
Ángel dialogaba para sí mismo, en todo bajo, mientras buscaba su paquete de cigarros.
- ¿Y esa mujer? – volvió a preguntarse - ¿quién se cree que es para salir a caminar con esos colores llamativos? ¿una jovencita?

Tomó uno de sus cigarros, lo encendió y comenzó a largar grandes bocanadas de humo.

- Lo único que faltaba, ahí están los vagos que cortan el pasto y a quienes todos les pagamos el sueldo por hacer nada.

Su rostro fue transformándose poco a poco, hasta evidenciar un gran enojo y fastidio.

- Y ahí están esos “raritos”, que hacen ese yoga o qué se yo, en lugar de ir a trabajar todo el día como hacíamos nosotros, los verdaderos hombres.

Ángel apagó un cigarrillo, solo para encender otro. El humo, el olor a tabaco y lo amarillo de sus bigotes ya eran parte de su esencia. Sus arrugas eran producto de los años, pero el semblante de su rostro era producto de su actitud.

- Vergüenza debería darles estar todo el día haciendo ocio, por eso las cosas ya no funcionan como funcionaban antes.

De pronto, ante los ojos de Ángel, todas aquellas personas se dieron vuelta hacia él y lo miraron; “el gordo”, “la mujer”, “el cortador de pasto”, “el rarito”… lo miraron con odio, con bronca y con desprecio, le gritaron cosas horribles, dolorosas y acusadoras, lo hirieron, lo hicieron sentir un inútil, un “viejo inservible”. Tal fue su disgusto que un ataque al corazón colapsó su cuerpo.

Ángel murió un día soleado de primavera sentado en un banco de plaza, frente a aquellas personas que disfrutaban de la vida; pero Ángel no murió realmente del ataque al corazón, Ángel nunca comprendió que JUZGAR ERA JUZGARSE, y su mente le jugó una mala pasada, pues en realidad nadie le dirigió ninguna mirada ni mucho menos una acusación o un insulto… simplemente sus palabras se dieron vuelta hacia él, y murió del disgusto que él mismo supo sembrar y cosechar.


- Alan Spinelli Kralj -
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Presuponiendo

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En las afueras del Tibet, las grandes montañas se erigían imponentes, majestuosas. Los antiguos monasterios se sucedían entre sí, escalonándose entre los picos nevados. En uno de ellos, el más antiguo y alejado, un joven de nombre Ivan se encontraba atravesando el final de su peregrinación. Había caminado, trepado y escalado enormes distancias, para poder encontrar a un maestro espiritual que le diera las respuestas a sus preguntas.

- Maestro - dijo al centenario hombre – he venido hasta este lugar para poder encontrar respuestas.
- Te escucho jovencito – dijo el anciano que apenas abría los ojos para verlo.
- En estos últimos tiempos me he sentido traicionado…
- Continúa, deja que tu corazón sea el que hable, sin que intervenga tu mente.
- Mis amigos me han traicionado, mis compañeros de trabajo, mis jefes y mi ex esposa… todos y cada uno de ellos me han jugado malas pasadas – con lágrimas en los ojos – y eso me quita el sueño.
- ¿Por qué crees que eso no te deja dormir?
- Porque yo confié en ellos, yo los ayudé, estuve cuando me necesitaron, y sin embargo… me han traicionado de una u otra manera vil mente.

El anciano pensó poco, espero un tiempo prudencial y dijo mucho.

- ¿Cuál es tu verdadera pregunta?
- ¿Qué debo hacer con esas personas?
- Mira – dijo mientras se acomodaba las mantas que lo cubrían – el gran problema de las personas es que creen conocer al otro, y no se dan cuenta de que uno solo puede conocer, con mucho trabajo, lo que hay dentro de uno mismo.
- Pero…
- Te sientes traicionado porque crees que las personas que te rodean y rodeaban hicieron algo que no creíste que harían, porque creíste conocerlas… gran error.
- Tiene razón maestro.
- Entonces, jovencito, necesariamente debes aprender que nunca terminarás de conocer a alguien, por ende todo lo que haga debe sorprenderte, ni para bien, ni para mal… solo debe sorprenderte.
- Pero no es fácil actuar de esa manera.
- Claro que no – dijo mientras se incorporaba con lentitud – pero es la única manera de evitar el sufrimiento que nos causamos en relación al accionar de las demás personas.
- Es muy cierto.
- Ahora si me disculpas, estoy por perderme mi programa de televisión.
- Pero maestro, creí que usted vivía alejado de todo lujo y distracción.
- Tu camino hacia el no presuponer comienza ahora mismo Iván…

- Alan Spinelli Kralj -

Junto al Sol de la tarde

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Lorena se levantaba por la mañana, desayunaba en silencio, observaba a su familia y los miraba con un amor sin igual; disfrutaba sus rostros, sus gestos, sus charlas, hasta sus peleas, pero todo en silencio. Luego se iba a su trabajo, y lo hacía de la mejor manera; no protestaba, no se peleaba realmente con nadie, no se guardaba nada y decía todo como le parecía, disfrutaba realmente tener trabajo y poder ser buena en él. Por las tardes caminaba por el barrio, tocaba la corteza de los árboles, respiraba la fragancia de las flores, escuchaba el sonido de los pájaros, le sonreía a todo aquél que pasaba. Más de una vez caminaba por las góndolas de los supermercados y se reía al darse cuenta de todas las cosas que no necesitaba comprar, porque la felicidad estaba en su interior… y no en las cosas.

Una tarde a la salida del trabajo, Lorena se sentó a merendar en una plaza. Mientras observaba a las palomas, un niño se le acercó y comenzó a hablarle.

— Hola — dijo el niño mientras se sentaba junto a ella en un banco.
— Hola bichi — dijo Lorena generando empatía — ¿cómo estás?
— Muy bien, ¿y vos?
— También muy bien. Feliz. Sin ninguna preocupación más que la de disfrutar.
— Me parece perfecto, ya era hora que dejaras de preocuparte.
— ¿Por qué lo decís? — preguntó con curiosidad mientras dejaba su merienda.
— Porque hasta hace unas semanas te estabas preocupando de más, por esto y por aquello.
— No entiendo a qué te referís — dijo asustada y algo preocupada.

El niño se incorporó y estiró los brazos. Luego, le sonrió.

— ¿No te sentís mejor ahora que los médicos no son una preocupación en tu vida?
— ¡Ay Dios! — dijo gritando — me olvidé de los turnos que me dio el médico.
— ¿Ya no te preocupas por tonterías como el tránsito a la hora de ir a buscar a tus hijos al colegio?
— ¡Mis hijos! — gritó nuevamente — tengo que ir a buscarlos, se me pasó por completo.

El niño continuaba mirando a Lorena con la misma sonrisa pícara. Pateó una piedrita del suelo y volvió a regalarle una sonrisa.

— ¿Qué me está pasando? — le preguntó como quien busca respuestas.
— ¿Tú qué crees?
— Es como si hubiera olvidado todo, incluso como si hubiera olvidado que… — se hizo una pausa, y continuó con la mirada perdida — estoy enferma.
— Ya no lo estás…
— ¿Qué pasó con mi enfermedad?
— Murió… contigo.
— ¿Y por qué ya nada me preocupa? ¿Por qué me siento tan bien? ¿Por qué nada me duele ni estoy triste?
— Porque cuando las personas mueren finalmente terminan de entenderlo todo Lorena, ya no hay preocupaciones, ni sufrimiento, ni nada que se le parezca… tu cuerpo murió y tu espíritu se liberó.
Pasaron unos minutos hasta que Lorena pudo comprender lo que sucedía. Se paró, miró con los ojos directo al Sol y lloró de emoción.
— ¿Quién sos? — sin apartar la vista del Sol.
— Te lo voy a explicar en el camino…

Y ambos desaparecieron junto al Sol de la tarde…

- Alan Spinelli Kralj -

El dolor

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Neurosiquiatrico “El olvido” era un lugar destinado a aquellas personas que padecían trastornos severos de la personalidad. Se hallaba distribuido en pabellones, cuyos pisos paredes y techos eran de color blanco, al igual que todo el edificio. Las enfermeras, los médicos y psicólogos se encontraban, también, vestidos de blanco. Todo en la institución era de color blanco, a excepción de la ropa que utilizaban los pacientes, pues era de color negro. ¿Casualidad? Quizá simples políticas institucionales.

Por los pasillos de “El olvido” iban caminando dos psicólogos, dos colegas, que se encontraban haciendo sus recorridos de rutina.

— Doctor — dijo el más joven de ellos — nunca le he preguntado; ¿cuál es la historia de cada paciente?
— Mira Germán — dijo con tono amable — eres nuevo aquí, un residente recién llegado, y con el tiempo aprenderás cosas maravillosas. ¿Ves a Jorge? — señalando a un anciano vestido de negro — él está aquí porque nunca lloró cuando debía llorar.
— Pero…
— Mira — al tiempo que señalaba hacia la otra dirección — esa es Bety, la jovencita que reprimió sus instintos más violentos y nunca discutió con nadie.

El doctor Carlos y el residente Germán continuaban caminando por los pasillos, visitando pacientes y dialogando.

— Aquí tenemos a Sonia — dijo mientras le otorgaba su medicación — ella está aquí porque siempre le importó más el dinero que la felicidad— ya en voz baja para que no lo oiga.
— Y ¿esa señora que va allí en silla de ruedas?
— Oh, ella es Ramona.
— ¿Por qué está en el neurosiquiátrico?
— Porque no pudo procesar sus duelos, no pudo enojarse, llorar, gritar, o patalear. Simplemente, ante las pérdidas permanecía inherte a lo que sucedía.
— ¿Y esa muchachita joven? — señalando a una mujer de treinta años rodeada por peluches.
— Ella le tenía mucho miedo a la soledad; el miedo la dominó y sus mayores temores se hicieron realidad: se quedó sola.
— Pero quedarse solo no tiene nada de malo.
— No… siempre y cuando uno lo acepte y no se deje dominar por el miedo.
Se hizo una pausa y los doctores miraron sus planillas, luego sus relojes y suspiraron.
— Entonces Doctor — dijo Germán — todos aquí están por problemas superficiales.
— No son problemas superficiales Germán; quienes están aquí nunca pudieron atender sus sentimientos de dolor, y eso hizo que colapsaran…

De repente y sin previo aviso, una luz roja comenzó a sonar entre los pasillos, y un grupo de doctores y enfermeros corrieron hacia Carlos y Germán gritando.

— Allí vienen — dijo Germán muy tranquilo.
— Así es Carlos, nos descubrieron.
— Por último doctor: ¿Cuál es mi diagnóstico?
— Usted está aquí, mi estimado Germán, porque nunca pudo entender que la vida es como es, y no como debería ser; ni usted ni yo somos médicos, tampoco estamos locos… simplemente nunca pudimos darle tiempo al dolor…

- Alan Spinelli Kralj -

Como el agua

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Carlos se encontraba bebiendo una cerveza artesanal en un bar del centro de la ciudad. Vestía muy bien, reloj y anillos en sus manos. Había pedido una cerveza rusa, muy pequeña y costosa, pero sabrosa. Una sonrisa dibujada en su rostro hacía que las miradas de los demás clientes se posaran en él. Su pie se movía rítmicamente al compás del Jazz que sonaba de fondo. Para quienes tenían el agrado de observarlo, Carlos se mostraba como un hombre exitoso.

— Perdón por la tardanza — dijo un hombre también bien vestido mientras se sentaba al lado de Carlos.
— Hola Juan — dijo mientras se abrazaban en un cálido saludo.
— ¿Cómo andan las cosas? Me dijiste que tenías que hablar conmigo.
— Si, pero no te preocupes, es solo para charlar, hace mucho que no nos veíamos.

La conversación fue avanzando, al igual que la noche, es decir que a mientras más noche, más charla.

— Quiero que me cuentes sobre el trabajo — dijo Juan, mientras tomaba otro trago de la cerveza que Carlos había invitado.
— Me despidieron.
— ¿Qué? — preguntó con asombro, mientras abría sus ojos.
— Así como suena, después de tres años de intenso trabajo me dijeron que me fuera.
— Pero… no lo entiendo. ¿Cómo estás tan tranquilo si sabes que te quedaste sin trabajo?
— Vos me conoces hace mucho Juan, mi vida ha sido siempre movimiento, siempre me he tenido que adaptar a todo cuanto me sucedía… muertes, abandonos, separaciones, dolores, pobreza, incertidumbre.
— Pero…
— Durante tres años tuve un excelente trabajo, me fue genial; viajé, volé, conocí, disfruté… hoy mi vida vuelve a cambiar, y no me queda otra alternativa más que ser como el agua, que se adapta según el recipiente.
— Wow… — dijo Carlos intentando procesar información — ojalá pudiera tomarme la vida como vos.
— ¿Sabes cuál es la premisa que rige mi vida para no aferrarme ni a lo bueno ni a lo malo?
— No.
— “Esto también pasará”

- Alan Spinelli Kralj -

domingo, 30 de septiembre de 2018

Seres rotos



En una cárcel al sur de Buenos Aires los días se continuaban unos a otros sin mayores complicaciones. Cada una de las personas que allí se encontraban, habían tenido serios problemas con la ley, de modo que estaban pagando sus respectivas condenas. Una de las tardes, un nuevo recluso ingresó al sistema penitenciario, y para poder incorporarse a las tareas y el ritmo de trabajo, fue enviado a cuidar de la huerta con uno de los presos más antiguos.

Al llegar a la pequeña plantación de verduras y tubérculos, el “ingreso” fue recibido por un hombre de gran tamaño, en cuyo rostro podían evidenciarse las cicatrices de viejas peleas, marcas imborrables de una vida poco sana.

— Bienvenido — dijo al recién llegado.

No hubo respuesta alguna.

— Veo que tienes pocas ganas de hablar, no te preocupes, es común que eso suceda al principio.
— Vos no sabes nada de mi vida, así que no quiero nada ni de vos ni de nadie — dijo en tono severo, al tiempo que pateaba unas piedras.
— No sé mucho de vos, pero si se mucho de mí — al tiempo que soltaba una pequeña pala — y porque me conozco, puedo hablar.
— ¿Ha, si? — dijo irónicamente — ¿y qué sabes? Seguro que no sabes cuándo callarte, ni con quien no meterte — con tono violento.
— Puede ser — afirmó — pero también se que las personas están llenas de miserias, de dolores, de incomprensiones, de malos tragos, de tristezas… y en consecuencia, actúan, cada uno con las herramientas que tiene — el ingreso hizo silencio y escuchó — como por ejemplo esta pequeña pala — dijo señalando lo que tenía en sus manos — yo necesitaría una más grande, pero ésta es la que tengo y debo usarla.
— Yo maté, robé, incendié y lastimé a todo cuanto pude — dijo con violencia — y claro que es por lo que me pasó en la vida.
— Yo también maté, robé e hice muchas cosas malas, pero hoy soy un hombre libre de culpas, y vivo en paz.
— ¿Y cómo lograste hacer ese cambio? — preguntó esta vez con curiosidad.
— PORQUE ENTENDÍ QUE TODOS NACEMOS ROTOS, Y QUE DEBEMOS APRENDER HASTA REARMARNOS…


- Alan Spinelli Kralj -

La medicina de la vida

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Entre los pasillos del hospital Carlos Queen deambulaban algunos de sus pacientes. Por lo general, las personas que estaban siendo cuidadas por los enfermeros no generaban mayores problemas; eran obedientes, pues el trato que se les brindaba era muy cariñoso y cálido. Pero una de las pacientes, una mujer de unos cincuenta años, había sabido ganarse la fama de testadura y problemática. Tal era el caso, que un joven psicólogo fue asignado para ayudarla a regularizar su situación, y por ende, su medicación. Cuando el joven principiante de la medicina entró a la habitación de la paciente en cuestión, se encontró con una señora de unos cincuenta años, en silla de ruedas y con un suéter y gorro rojo.

— Así que es usted la que está causando problemas — dijo el joven psicólogo en tono socarrón.
— No — dijo la señora imitando un puchero y luego sacándole la lengua a su nuevo doctor.
— ¿Está usted loca? — preguntó nuevamente el médico en tono esta vez de broma.
— No, pero yo me tomo la vida con sentido del humor.
— Cuénteme más — y comenzó a anotar en su cuaderno, al tiempo que se sentaba en una silla al lado de la paciente.
— ¿Puedo hacerle una pregunta yo a usted?
— Claro.
— ¿Usted vive la vida o la analiza?

El psicólogo quedó con la boca abierta, viendo como la señora que tenía enfrente sonreía con unos ojos iluminados por la alegría.

— La vivo — dijo guiado por el impulso.
— Entonces deje de anotar y míreme a los ojos.
— Está bien, haremos lo que usted quiera.
— ¿Sabe que estaba haciendo yo hace un mes?
— No, imagino que…
— Estaba caminando, manejando y trabajando. Toda mi vida fue una agenda, toda mi vida estuvo anotada de principio a fin. En lugar de vivir, me preocupe por analizar los pro y los contra, quise controlar todo cuanto me sucedía — concluyó y siguió a continuación un intenso silencio.
— ¿Y qué paso? — preguntó el médico con curiosidad inocultable.
— La vida, eso pasó… me demostró que no hay que planificar, que las cosas si tienen que suceder suceden, y no hay mucho para hacer más que seguir adelante… disfrutando la vida a cada instante.

El silencio se hizo cómplice nuevamente en la habitación. Un agudo sentimiento recorrió el cuerpo del especialista, un sentimiento producido por la rotunda y firme verdad.

— ¿Ahora qué debo tomar para estar mejor? — preguntó la señora.
— Nada — respondió el médico — usted ya se toma la vida como hay que tomársela…

- Alan Spinelli Kralj -

La joven y el vagabundo

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Una joven había sido excomulgada de la religión a la que siempre había pertenecido su familia; los líderes del culto la habían acusado de no practicar con exactitud las normas establecidas desde hacía ya muchos años atrás. Sus mayores pecados habían sido amar, crecer y luchar por lo que ella creía justo… lo cual era, según su ex – religión, sinónimo de rebeldía.
Un día, la joven se encontraba desahuciada, porque todo lo que antes era una certeza había pasado a ser incertidumbre. Fue entonces que se hallaba sentada en el banco de una plaza poco transitada. Miraba las palomas con sus ojos, pero su mente divagaba.

— Hola — dijo un vagabundo — ¿cómo estás? — preguntó.
— Hola — respondió para no ser descortés — bien — esta vez titubeando.
— No te creo — dijo el vagabundo con una sonrisa de niño.

La joven observó al hombre que tenía a su lado; tenía algo más de treinta años, ojos muy claros y aspecto desfachatado. Pero su sonrisa… la cautivó por ser inocente, dulce y aniñada.

— Estoy un poco triste, gracias por preguntar.
— ¿Por qué? — preguntó con inocencia y curiosidad.
— Es difícil de explicar, pero me han expulsado de lo que pensé era mi familia.
— ¡Ahhh! — exclamó el vagabundo — a mí me ha sucedido lo mismo, y no por eso estoy triste, al contrario, soy un hombre feliz.
— ¿Cómo lo has logrado? — preguntó la joven asombrada y cautivada por el relato.
— Hace tiempo me separé de quienes vienen mendigando la salvación de rodillas, me liberé del miedo y de la culpa, y comencé a caminar con los hombres y mujeres de frente y hacia la Luz.

La joven no sabía cómo continuar esa charla… aquél vagabundo estaba diciendo cosas extremadamente profundas, pero su curiosidad fue aún mayor.

— ¿Y qué crees que debería hacer?
— Canta, baila y ríe — aseguró —cada mañana tienes la oportunidad de empezar de nuevo, déjate tentar por la existencia y Dios te bendecirá.
— Pero…
— Y recuerda “Todos los ríos son el Jordán para los que llevamos a Jesús en el corazón”.

La joven ya no tuvo palabras. Había quedado anonadada por lo que le estaba sucediendo. El vagabundo la abrazó, se levantó y comenzó a caminar dando pequeños brincos.

— ¿Quién eres? — preguntó la joven al tiempo que se incorporaba y gritaba.
— No preguntes obviedades, en tu corazón está la respuesta…

- Alan Spinelli Kralj -

El conocimiento

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Un antropólogo y un estudiante de secundaria, su sobrino, se encontraban viajando por las montañas de la provincia de Jujuy, camino al pueblo escondido… Iruya.

Ambos habían tomado un micro que los llevó a recorrer pequeñas per escarpadas distancias, en las cuales podían verse por doquier las pinceladas que Dios había dejado en forma de colores montañosos. Cuando todo parecía que no podía ser más bello… un nuevo paisaje se hacía presente.
Luego de dos horas de viaje, el micro se detuvo y el antropólogo y el estudiante bajaron a mitad del recorrido.

— Esto es hermoso tío — dijo el joven.
— Lo es — afirmó — presta atención a todo cuanto te rodea, porque es único — dijo nuevamente.

De pronto, la atención de ambos se dirigió a la distancia, donde una mujer que parecía ser muy anciana cuidaba a sus cabritos. A primera vista parecía que la mujer estaba solo observando a sus animales, pero hacía mucho más que eso.

— Mira — le dijo el antropólogo a su sobrino — es increíble poder estudiar a esa mujer e imaginar qué es en lo que piensa.
— ¿Por qué lo dices tío?
— Imagina; toda una vida habiendo conocido solo estas montañas, sin saber lo que es la televisión, la internet o los celulares.
— Ya veo — respondió el joven que por su cabeza no habían transitado tantas preguntas.
— ¿Y sabes qué es lo peor de todo?
— No.
— Que nunca se ha preguntado más de lo que sabe.
El estudiante pensó poco y sin quitar la vista de la anciana dijo mucho.
— Quizá porque lo entendió todo…

- Alan Spinelli Kralj -

Dios me habló

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Un joven viajó a los confines del globo para encontrarse con su yo más íntimo. Viajó por rutas, mares, cielos y hasta por el interior del planeta Tierra para encontrarse. Recorrió distancias enormes para hallar algo que le quedaba muy cerca: a Dios.
Una vez, dentro del largo itinerario de viaje, el joven estaba meditando mirando el mar azul, sentado sobre unas rocas negras y puntiagudas, viendo el Sol en lo alto del cielo. De repente y sin previo aviso, sus lágrimas comenzaron a brotar sin razón, hasta que de pronto todo cobró sentido… Dios se le había presentado frente a sus ojos; una Luz indescriptiblemente brillante comenzó a centellear frente a él, como en pequeñas explosiones de Luz. Todo su cuerpo comenzó a temblar, a convulsionar de manera inconsciente, a transpirar. Sus ojos se cerraron y nunca nada fue tan nítido. En sus oídos se presentó un zumbido que enmudeció todo a su alrededor… y fue así como pudo escuchar las palabras de Dios, que luego transcribió…

“Y un día Dios me habló:

Hijo, no busques fuera lo que tienes dentro.
Hijo, no seas impaciente pues lo único que necesitas es paciencia.
Hijo, no te rodees de gente por imposición, sino por amor.
Hijo, no sientas nunca miedo pues conmigo nunca estarás solo.
Hijo, no intentes controlar nada pues nada es controlable.
Hijo, no existen las coincidencias, todo está puesto en tu camino por una razón.
Hijo, no llores por el que se va a mi encuentro, pues conmigo nada le faltará.
Hijo, toda vida tiene valor, y una hormiga no vale más ni menos que un árbol.
Hijo, no guardes rencor en tu corazón y perdona todo lo que puedas.
Hijo, muchas son las interpretaciones pero una sola es la verdad.
Hijo, la única certeza que tendrás es que morirás, así que mientras tanto aprende a vivir.
Hijo, descubre que en lo simple radica lo verdadero.
Hijo, recuerda que la iluminación no es otra cosa que re-aprender a ser un niño.
Hijo, recuerda que amo a las personas más de lo que se aman a sí mismas.”

- Alan Spinelli Kralj -

Feliz cumpleaños

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En el pueblo se había comenzado a correr la voz: el anciano Miguel festejaba sus ciento quince años. Era una noticia tremenda, pues siempre que un anciano tan longevo cumple años, la pregunta obligada llega a la boca de todos: ¿cuál es su secreto?

Todos se habían reunido alrededor de la casa del anciano; hermanos y primos, conocidos del barrio y hasta el intendente del pueblo. Todo se llenó de colores, papelitos y griterío. La música fuerte era escuchada en todos los rincones de la región, y el vino ya corría como agua por las calles. “Es el hombre más viejo del mundo” gritaban unos, “tiene cerca de doscientos años” exageraban otros, “que cuente su secreto” pensaban todos.
Por su parte, el anciano Miguel, miraba desde una silla de ruedas ubicada en lo alto de un escenario. Las cataratas de sus ojos grises no le permitían ver con claridad todo lo que estaba sucediendo; su pelo era blanco como la nieve, o lo que quedaba de él, su bigote muy tupido y sus arrugas millones. Observaba, como el niño que observa con temor la puerta del jardín de infantes por primera vez.

— Querido pueblo de General Maribor —dijo a viva voz el intendente — estamos todos aquí reunidos para agasajar a Miguel, nuestro amado vecino, quien hoy celebra su natalicio, su cumpleaños número ciento quince.

La gente aplaudía y gritaba, celebraba y miraba al anciano. Nadie amaba a Miguel, tan solo unos pocos lo conocían de vista, pero en aquél momento, todos le habían cobrado cariño de repente.

— Qué mejor manera de agasajarlo en su día que con una fiesta — continuó el Intendente — y para eso estamos aquí.
— ¡Que hable! — gritaron a la derecha.
— ¡Que cuente su secreto! — gritaron por la izquierda.
— ¡Vamos Miguel! — dijeron en el centro.
— Y para expectativa de todos — continuó la autoridad — hablará Miguel.

Una enfermera tomó la silla de ruedas por detrás, y lentamente llevó a Miguel hacia el centro del escenario. Todos observaban sus movimientos, los cuales eran nulos. Hubo un momento de silencio absoluto, y fue cuando el público miró a Miguel, y Miguel pareció estudiarlos a todos.

— Gracias — dijo por fin el anciano en tono temeroso, rompiendo el silencio — Gracias por estar aquí conmigo.
— Fuerza Miguel — gritó el que nunca falta.
— Muchos me piden que les brinde el secreto para vivir tanto tiempo — se tomó su tiempo para respirar — pero me parece mucho más valioso contarles la historia de un hombre que no supo vivir.
Todos, incluso el Intendente, quedaron con la boca abierta. Se había filtrado el rumor de que aquél viejo era pesimista, pero nunca creyeron que ese pesimismo se apoderaría de aquél día también.
— Toda mi vida fui un cobarde — afirmó — trabajé desde muy pequeño, y siempre cuide mi salud.

Solo iba del trabajo a mi casa y de mi casa al trabajo, para evitar enfermarme; nunca me fui de vacaciones para no gastar dinero; nunca salí a comer afuera para que la comida no me cayera pesada; nunca tomé alcohol para no convertirme en alcohólico; nunca tuve esposa para no sufrir desamor; nunca tuve hijos para evitarme disgustos; siempre ahorré dinero, y nunca escatimé en gastarlo en doctores y medicamentos; no sé lo que es un cine, un teatro, una playa o un café del centro; nunca hice regalos y tampoco los recibí; nunca tuve mascotas por temor a sufrir con sus muertes… mi vida se resume no a lo que viví para cumplir ciento quince años, sino a lo que no viví para cumplirlos.
Aquél anciano había tirado por la borda toda posibilidad de festejo, había derribado la posibilidad de continuar con la celebración. El silencio fue filoso y cortante. Solo una niña se atrevió a preguntar.

— ¿Y por qué nos está contando esto señor? — dijo con curiosidad.
— La sabiduría es como un peine que nos llega cuando ya nos hemos quedado pelados — dijo mientras esbozaba una sonrisa — y yo aún conservo algunos pelos.
— No entiendo — dijo honestamente la niña.
— Digo esto porque, a los ciento quince años, elijo dejar de ser un cobarde, y convertirme en un hombre valiente: ¡NO IMPORTA CUANTO VIVAN, SI MUCHO O POCO, LO QUE IMPORTA ES QUE VIVAN!

- Alan Spinelli Kralj -

El cuerpo de la mujer

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El Sol comenzaba a filtrarse por las hendijas abiertas de la persiana, y daba al interior del cuarto de Fiorella un maravilloso efecto psicodélico. El contraste entre matices era sorprendente, imitaba un micro amanecer entre cuatro paredes blancas. El desorden reinaba por doquier, incluso en la cama donde la joven dormía; sabanas, frazadas y colchas daban fe de que el invierno había llegado.
El despertador comenzó a sonar al tiempo que marcaba las 8:00 hs. Fiorella abrió sus ojos azules, y entre sueños pudo percibir como sus pupilas se dilataban, y a la vez delataban un cosmos en su interior. La sensación fue extraña pero agradable. Poco a poco fue refregando su rostro, y sus jóvenes manos pasaban una y otra vez por las numerosas pecas que pintaban su rostro. Su boca seca comenzó a humectarse y sus lagrimales se activaron.

— Hora de levantarse — dijo con una voz que aún no se aclaraba del todo.

Corrió rápidamente las cobijas que la cubrían, y su cuerpo semidesnudo se erizó por el frío del ambiente. Sus finos bellos corporales se movieron de un lado a otro de manera imperceptible, sus poros se abrieron y su cuerpo se oxigenó.

— ¡Qué frío! — continuó, mientras abría y cerraba los dedos de las manos y los pies.

Sus articulaciones sonaron, y esos fueron los primeros sonidos que sus oídos oyeron; pequeños “tac” por aquí y por allá. Fiorella se incorporó y sentada sobre su cama tomó el vaso de agua que había en la mesa de luz y bebió su contenido. La magia se desplegó: todo su cuerpo se hidrató y una sensación de frescura y goce se apoderó de su ser.

Lo más extraño hasta el momento, es que Fiorella estaba teniendo una consciencia plena de todo cuanto estaba experimentando, como si fuera una espectadora de las sensaciones de su cuerpo. Por un momento el miedo se hizo presente… luego fue valiente, fiel a su esencia, y se dejó llevar por lo que sucedía.
Sin previo aviso ni premeditación, metió su mano debajo de la cama. Sintió como su columna se encorvaba y sus huesos se ponían en funcionamiento. Sus finas manos se encontraron con un libro, el cual abrió de manera arbitraria, y su contenido la dejó helada… una frase se encontraba en medio de la hoja blanca, y como un capricho del Universo decía…

“Que tu cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones”.


- Alan Spinelli Kralj -

El globo rojo

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La plaza estaba llena de niños que correteaban de un lado a otro. Gritos por aquí, risas por allá; todo era colores, luz y alegría. Los padres observaban a sus hijos mientras éstos jugaban en hamacas, trampolines y subibajas. El polvo de la tierra daba un halo de luz extraño e hipnótico a esa tarde otoñal.

En un lugar apartado del parque de juegos para niños se encontraba un muchacho de unos treinta años. Llevaba un traje color oscuro, acompañado de brillantes zapatos de diseño. Un maletín compartía con él un pequeño banco de plaza color madera. El muchacho tenía sobre sus piernas una computadora portátil en la que tipiaba números y códigos complejos. Su ceño se encontraba fruncido y sus dientes apretados.

— Estos malditos niños no me dejan trabajar tranquilo — gruñó — los parques deberían estar prohibidos para ellos, porque yo quiero trabajar y por su culpa no puedo hacerlo.

Mientras el muchacho ofuscado se quejaba, las risas eran aún mayores y potentes. Todos correteaban, padres e hijos… menos aquél muchacho.
De repente y sin aviso, en el cielo celeste apareció un punto rojo, una pequeña macha que se movía a paso lento y pausado; conforme fue acercándose, todos en la plaza pudieron ver qué era: un globo. Los niños se alteraron e intentaron perseguirlo, pero flotaba tan alto que ninguno logró cumplir su objetivo. La rebeldía de aquél recipiente de aire fue danzando por aquí y por allá, acompañado en tierra por la mirada de incontables niños.

— ¿Qué es ese globo? — preguntó para sí mismo el muchacho amargado — viene para acá.
Extendiendo su mano, aquél hombre en traje negro tomó el piolín del globo y lo sostuvo. Su boca quedó abierta mientras miraba lo que sostenía en su mano, al igual que la boca de los niños mientras veían en manos de quién había caído el “juguete”.
— No puede ser — dijo el muchacho, parándose y tirando al suelo su computadora — este es el globo que solté al aire en mi cumpleaños número nueve.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y comenzó a llorar como un niño. El globo decía “Lucas, mis nueve años”. Lloró, lloró y no paró de llorar. Mientras tanto, los niños y los adultos lo observaban, nadie le quitaba la vista de encima. Lucas se había encontrado mágicamente con un globo que había soltado al cielo hacía 23 años, y el contacto nuevamente con el juguete inflable le había hecho tomar consciencia de cuánto había crecido. Sus últimos 23 años estaban pasando rápidamente por delante de sus ojos, sin soltar el globo tomó consciencia de todo.
Una madre se acercó preocupada a Lucas y apoyó su mano sobre el hombro de aquél muchacho desconcertado.

— ¿Te encuentras bien? — le preguntó.

Lucas miró a quien tenía al lado, le extendió su globo y le habló.

— Este es mi globo, era mi globo. Crecí tanto que me olvidé de ser un niño. De pequeño no quería ser adulto… hoy me doy cuenta de que lleva tiempo crecer y crecer, para finalmente volver a ser un niño…

Lucas salió corriendo y entre risas y sonrisas comenzó a hamacarse en uno de los juegos.


- Alan Spinelli Kralj -

Tortura china




El niño estaba en su cuarto jugando con sus muñecos. Por un lado y por el otro, figuras de acción se hallaban desparramadas por el suelo. Su cama aún no había sido tendida, y los rayos de luz apenas habían comenzado a inundar el lugar por la ventana. Pero los muñecos se golpeaban entre sí en las manos de aquél niño, con violencia y enfado. El rostro del jovencito estaba cabizbajo, su ceño fruncido y sus ojos brillosos. De repente, un gran silencio se apoderó del cuarto, y una voz dulce inundó la escena.

— ¿Qué sucede Bichi? — preguntó la madre al tiempo que se acercaba a su hijo.
— Nada — respondió el jovencito de manera tajante.
— Vamos — repuso la madre — ven a recostarte en la cama que voy a acariciar tus cabellos mientras me cuentas qué sucede.

El niño se incorporó del suelo, y caminando en dirección a la cama se desplomó sobre ella. La madre poco a poco comenzó a acariciar sus renegridos cabellos y su rostro. Lo miraba con un gesto con el que solo pueden mirar las madres.

— Ahora, Bichi, cuéntame qué es lo que le sucede a ese corazoncito.
— Estoy triste mami, hace mucho que estoy triste y el dolor no se quita de mi corazón.
— No hay razón para estar triste — dijo entre mimo y mimo — los niños de tu edad siempre deben estar sonriendo.
— Sí que hay razón para estar triste — agregó angustiado — te extraño mucho — dijo y rompió en lágrimas.
— Pero aquí me tienes, y no voy a irme a ningún lado; tú eres mi hijo y nunca voy a abandonarte, pase lo que pase.
— Tengo miedo…
— Todos tenemos miedo, yo también lo tuve, y sin embargo aquí estoy. ¿Sabes por qué no tengo miedo?
— No — respondió con curiosidad.
— Porque me encuentro muy bien, mejor que nunca, viendo a mi niño crecer, y dar sus primeros pasos como un “hombrecito”.
— ¿Y cuándo desapareció tu miedo? — preguntó con un mejor gesto.
— Cuando me di cuenta de que somos inseparables, y que nada ni nadie puede romper esta magia que nos une… y si no me crees tendré que hacerte “tortura china”.
— No mami, no quiero — dijo sonriendo como quien espera expectante.
— Claro que si — dijo, y gritó — ¡TORTURA CHINAAA!! — y comenzó a hacerle cosquillas a su hijo en todo el cuerpo.

Las carcajadas invadieron el cuarto, y ya los rayos de Sol habían copado el lugar. Las risas infantiles se escucharon por toda la casa, al punto de despertar al resto de la familia.

— ¿Qué te sucede? — dijo el padre de aquél niño mientras entraba a la habitación— ¿te encuentras bien?
— Si, papi — agregó — estaba otra vez mami haciéndome tortura china, le dije que no, pero en realidad me encanta que lo haga.

El padre miró a su hijo, quien se encontraba solo sentado en su cama y sus ojos se llenaron de lágrimas. Caminó hacia el niño y se sentó a su lado.

— ¿Otra vez mami vino a visitarte?
— Si — afirmó mientras abrazaba a su padre — me desperté triste pero vino y me dijo que no lo estuviera, que siempre vamos a estar juntos.
— Claro que sí, nadie va a poder separarlos — dijo al tiempo que disimulaba sus lágrimas.
— Eso es lo que ella dijo, y yo le dije que la extraño mucho.
— ¿Y qué te contestó? — preguntó esta vez el padre con una curiosidad infinita.
— Que no tengo razón para extrañarla, porque ella nunca va a irse a ningún lado, y que tampoco tenga miedo.
— Tu madre sigue tan sabia como siempre, desde el cielo sigue guiándonos y ayudándonos.
— Desde el cielo no papi, desde aquí mismo…


- Alan Spinelli Kralj -

Calma mi niño

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Es increíble como los adultos crecemos y crecemos sin parar; pero por esas ironías de las vida, conforme pasa el tiempo, nos vamos adentrando más y más en ese niño que alguna vez fuimos. Será porque ese niño siempre está allí, observándonos desde el interior de nuestra alma, esperándonos. Pero… ¿Esperando qué? De manera paciente aguarda que lo escuchemos, y como adultos que somos lo ayudemos a resolver lo que quedó inconcluso en el pasado. Muchas veces desea un abrazo, otras una palabra de aliento, o porque no que jueguen con él.
Aunque te crezca pelo en el rostro, tu cuerpo aloje vida o tu cabello se vuelva blanco, ese niño nunca crecerá, y será por siempre un infante.
Siempre imagino a mi niño interior en guardapolvos y con tres años; carita blanca y peinado “raya al costado”. Me mira sentado en un cantero y está allí para mi, nunca se va, nunca me abandona, jamás crece. Con el paso de los años me he dado cuenta de que mis problemas no eran solamente míos… eran suyos. Cuando no podía rendir mis finales y lloraba, no era mi problema sino de aquel niño que se sentía presionado por su madre; cuando tenía problemas para relacionarme en el trabajo, no era mi problema sino de aquel niño al que le hacían bullyn en la escuela; cuando gritaba en las discusiones y peleaba, no era mi problema sino de aquel niño que no se sentía escuchado por su entorno.
Cuando pude identificar lo que sucedía, pude también ayudar al niño, y cuando lo ayude… esos problemas pasaron a formar, definitivamente, parte de nuestro pasado.


Autor: Alan Spinelli Kralj

El trabajo de mi padre

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El joven Lucas se encontraba en el velatorio de su padre; el día estaba lluvioso, lleno de humedad y podía olerse ese peculiar aroma a flores rancias. El lugar era muy hermoso, a pesar de las circunstancias, adornado con claveles y velas por doquier.
Lucas llegó a la entrada y fue recibido por un pequeño grupo de gente, todos amigos de la familia, pues a él solo le quedaba su padre como familiar directo. "Mi más sentido pésame", o "te acompaño en el sentimiento" fueron las frases de recibimiento, que no le impidieron a Lucas llegar hasta el cajón donde su padre se encontraba descansando. Sin lágrimas en los ojos y sin vestigios de tristeza, por fin afirmó.

— Es raro que volvamos a vernos después de tanto tiempo, y en estas circunstancias — dijo — no me asombra de todas formas, nunca fuiste un buen padre — afirmó.
— Es una pena oír eso Dr. Lucas — dijo una voz.
— Jorge — dijo Lucas reconociendo a quien fuera amigo de la familia.
— Es una pena que aún sientas rencor por tu padre Lucas.
— ¿Cómo no sentirlo Jorge? — dijo angustiado — mi padre nunca estuvo cuando lo necesite, su verdadera familia fue siempre esa fábrica metalúrgica. Trabajando doce horas al día, todos los días, mientras yo estudiaba y mi madre se hallaba enferma… él nunca nos cuidó — gritó Lucas en medio de la sala.

Jorge comenzó a reír para descontracturar la situación.

— Lucas — suspiró — tu padre trabajó toda su vida, en algo que odiaba, pero lo hizo siempre y sin quejarse por una simple razón: debía mantener tu carrera, debía cuidar a tu madre y debía demostrarte que él era feliz en su trabajo.

Lucas se llamó a silencio por unos instantes.

— Puedo admitir que mi carrera fue pagada gracias a su esfuerzo, pero mi madre necesitaba de sus cuidados.
— Y también de costosos medicamentos.
— Nosotros necesitábamos que estuviera con nosotros.
— Y él necesitaba trabajar para que todos estuvieran unidos.
Lucas no podía hablar…
— Y ¿Por qué nunca me lo hizo ver?
— Porque él creía que debías sacar tus propias conclusiones, que cuando fueras padre lo comprenderías — sentenció amablemente.

En ese momento, Lucas abrazó a su padre, se reconcilió y un gran peso lo abandonó.


- Alan Spinelli Kralj -