Es increíble como los adultos crecemos y crecemos sin parar; pero por esas ironías de las vida, conforme pasa el tiempo, nos vamos adentrando más y más en ese niño que alguna vez fuimos. Será porque ese niño siempre está allí, observándonos desde el interior de nuestra alma, esperándonos. Pero… ¿Esperando qué? De manera paciente aguarda que lo escuchemos, y como adultos que somos lo ayudemos a resolver lo que quedó inconcluso en el pasado. Muchas veces desea un abrazo, otras una palabra de aliento, o porque no que jueguen con él.
Aunque te crezca pelo en el rostro, tu cuerpo aloje vida o tu cabello se vuelva blanco, ese niño nunca crecerá, y será por siempre un infante.
Siempre imagino a mi niño interior en guardapolvos y con tres años; carita blanca y peinado “raya al costado”. Me mira sentado en un cantero y está allí para mi, nunca se va, nunca me abandona, jamás crece. Con el paso de los años me he dado cuenta de que mis problemas no eran solamente míos… eran suyos. Cuando no podía rendir mis finales y lloraba, no era mi problema sino de aquel niño que se sentía presionado por su madre; cuando tenía problemas para relacionarme en el trabajo, no era mi problema sino de aquel niño al que le hacían bullyn en la escuela; cuando gritaba en las discusiones y peleaba, no era mi problema sino de aquel niño que no se sentía escuchado por su entorno.
Cuando pude identificar lo que sucedía, pude también ayudar al niño, y cuando lo ayude… esos problemas pasaron a formar, definitivamente, parte de nuestro pasado.
Autor: Alan Spinelli Kralj