En una cárcel al sur de Buenos Aires los días se continuaban unos a otros sin mayores complicaciones. Cada una de las personas que allí se encontraban, habían tenido serios problemas con la ley, de modo que estaban pagando sus respectivas condenas. Una de las tardes, un nuevo recluso ingresó al sistema penitenciario, y para poder incorporarse a las tareas y el ritmo de trabajo, fue enviado a cuidar de la huerta con uno de los presos más antiguos.
Al llegar a la pequeña plantación de verduras y tubérculos, el “ingreso” fue recibido por un hombre de gran tamaño, en cuyo rostro podían evidenciarse las cicatrices de viejas peleas, marcas imborrables de una vida poco sana.
— Bienvenido — dijo al recién llegado.
No hubo respuesta alguna.
— Veo que tienes pocas ganas de hablar, no te preocupes, es común que eso suceda al principio.
— Vos no sabes nada de mi vida, así que no quiero nada ni de vos ni de nadie — dijo en tono severo, al tiempo que pateaba unas piedras.
— No sé mucho de vos, pero si se mucho de mí — al tiempo que soltaba una pequeña pala — y porque me conozco, puedo hablar.
— ¿Ha, si? — dijo irónicamente — ¿y qué sabes? Seguro que no sabes cuándo callarte, ni con quien no meterte — con tono violento.
— Puede ser — afirmó — pero también se que las personas están llenas de miserias, de dolores, de incomprensiones, de malos tragos, de tristezas… y en consecuencia, actúan, cada uno con las herramientas que tiene — el ingreso hizo silencio y escuchó — como por ejemplo esta pequeña pala — dijo señalando lo que tenía en sus manos — yo necesitaría una más grande, pero ésta es la que tengo y debo usarla.
— Yo maté, robé, incendié y lastimé a todo cuanto pude — dijo con violencia — y claro que es por lo que me pasó en la vida.
— Yo también maté, robé e hice muchas cosas malas, pero hoy soy un hombre libre de culpas, y vivo en paz.
— ¿Y cómo lograste hacer ese cambio? — preguntó esta vez con curiosidad.
— PORQUE ENTENDÍ QUE TODOS NACEMOS ROTOS, Y QUE DEBEMOS APRENDER HASTA REARMARNOS…
- Alan Spinelli Kralj -