martes, 29 de enero de 2019

El hombre de los castillos

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Las playas de la provincia de Buenos Aires eran tan diversas y diferentes como las personas que las frecuentaban; algunas más claras, otras más oscuras, algunas más visitadas, otras no tanto, y así podría seguir la lista. Lo cierto es que en Mar del Plata, una de las playas más concurridas, desde hacía algunos años un hombre muy particular veraneaba por esas costas. Un grupo de señoras adineradas estaban tomando café frío mientras observaban y criticaban todo cuanto sucedía a su alrededor.

— Mira Estela — dijo una de ellas — ahí está el “loquito” — dijo señalando al centro de las sombrillas.
— Si — respondió Lucrecia —ahora sí vamos a divertirnos.

Ambas mujeres comenzaron a reírse de manera irónica y maliciosa. Frente a ellas y muy cerca del mar, un hombre de unos cincuenta años había llegado con su hijo a llamar la atención de algunas personas. El hombre estaba quedándose pelado, una panza estaba comenzando a asomar y unos gruesos lentes lo acompañaban. Junto a él, su hijo de aproximadamente ocho años. Iban cargados con una infinidad de palas, picos, baldes, reglas, rociadores, rastrillos… todo de plástico; sí, iban cargados con muchos juegos de playa.

— Bueno Francisco — dijo el padre — vamos a empezar a jugar.
— Si papi — respondió al tiempo que arrojaba todo al suelo — este es un buen lugar.
— Así es — asintió — y recordá lo que siempre te digo.
— Si pa, no me lo olvido nunca.

Padre e hijos se tiraron en la arena, y ensuciándose por completo comenzaron a cavar pozos, a llenarlos de agua, a construir castillos, a enterrarse los pies, arrojarse arena. La gente los observaba y sobre ellos comentaba porque resultaba chocante ver a un adulto reírse y jugar como si fuera un niño. Los castillos no eran obras de arte y los pozos tampoco tan profundos, lo que realmente hacía girar las miradas eran las risas, los gritos y la fascinación de padre e hijo.

—Pa — dijo el niño — ¿podemos traer toda el agua del mar a nuestro pozo?
— Claro que si, en algunos minutos empezamos — y ambos rieron.

Las señoras que los observaban de cerca no pudieron con su genio y decidieron acercarse a criticar con lo que creían “la vara de la verdad”.

—Disculpe señor — dijo Lucrecia entre risas inocultables — ¿no le parece un poco fuera de lugar comportarse como un niño?
— ¿Por qué lo pregunta? —respondió mientras perfeccionaba la torre de un castillo.
— Porque está gritando, jugando como un loco y rebajándose a su hijo.

En ese preciso momento el padre habló con el niño.

— Francisco —con una sonrisa — andá a fijarte por donde podemos empezar a sacar el agua.
— Si pa —dijo mientras tiraba todo y corría hacia el mar.

Por unos minutos, el hombre de los castillos de arena y ambas señoras intercambiaron miradas y gestos.

— Voy a responder a su pregunta señora —dijo — usted puede ver que mi comportamiento es el de un niño: juego, grito, pataleo, corro, armo y desarmo castillos — hizo un silencio — y en todas esas cosas usted tiene razón, pero hay una diferencia.
— ¿Ah, sí? — con ironía — ¿qué diferencia?
— Usted piensa que yo me rebajo a ser un niño, cuando en realidad estoy haciendo todo lo posible por volver a ser uno.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 22 de enero de 2019

Mundos de mentira

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Florencia era una muchachita muy especial. Cabellos dorados, cachetes rojizos, boca sonriente, ojos verdes como el césped. Cualquiera diría que era como una muñeca de porcelana, inclusive hasta frágil. Tenía quince años, y su inocencia estaba comenzando a ser boicoteada por sus propios pensamientos.

- Flor – le dijo su mejor amigo – se acerca tu cumpleaños, ¿qué vas a hacer este año?
- Nada Dami – respondió como si no le importara – sabes que nunca hago nada para mis cumpleaños.
- Pero quizá este año pueda cambiar.
- Veremos… - dijo con poco interés.
- ¿Algún problema en casa?
- Jamás he tenido un solo problema en casa Dami, ¿por qué habría de tenerlo ahora?
- No lo sé, nunca hablas mucho de lo que pasa en tu casa, y nadie conoce tu hogar.
- No es cierto – dijo al tiempo que pensaba – ya has venido cuando éramos muy pequeños.
- Eso fue hace mucho. ¿Cómo andan tus padres?
- Damián – gritó – parece que estoy en un interrogatorio – si quieres saber cómo es mi familia te diré que es perfecta, y que soy la envidia de muchas personas, tengo una familia funcional.
- Pero nunca… - fue interrumpido.
- Nunca peleamos, nunca discutimos, me aman, los amo; me dan todo el afecto, cariño y atención que necesito. Soy una mujer feliz, ¿tanto trabajo te cuesta entenderlo y aceptarlo?

La conversación entre ambos compañeros de estudios y amigos de la vida se había vuelto áspera. Evidentemente Florencia no tenía ganas de hablar, y mucho menos de exponerse. Los ojos de Florencia se llenaron de lágrima y su rostro palideció.

- Tengo que irme Dami, se está haciendo tarde y no quiero que mi mamá tenga que hacer todos los quehaceres sola, además disfruto ayudando en casa.
- Está bien Flor, hablaremos mañana con más tiempo.
- Claro – dijo Florencia intentando disimular su mirada – nos vemos después.

La muchacha rizos de oro comenzó a caminar por la calle poco transitada para llegar a su casa. Mientras caminaba pensaba, y con ese pensamientos los llantos afloraban más y más, pero creía no saber el porqué.

- Flor – gritó un almacenero que la vio pasar – tengo un paquete para tu señor padre – dijo entre bromas.
- ¿Cómo anda Luis? – respondió limpiando su rostro.
- Bien querida, aquí tienes el paquete. Luego me lo paga tu padre. Envía mis saludos.
- Serán dados y apreciados – respondió con su sonrisa.

El ruido a botellas tintinaba en el interior de las bolsas. Cuando estuvo en el umbral de la puerta, cerró los ojos, tomó aire y entró.

- Buenas tardes, ¿cómo están? – preguntó con buenas energía,
- ¿Dónde estabas? – gritó el padre – regalándote frente a los muchachos del barrio.
- Rubén, basta por favor – dijo la madre afligida – no empieces con...
- Y vos te callas – interrumpió a su esposa con un golpe de puño en un rostro ya magullado.
- Papá – dijo viendo lo que acababa de suceder – papi te traje un pedido del almacén.
- Dame mi maldito alcohol, no sé qué haría sin él… debería tener que enfrentarme a ustedes, las mujeres que arruinan mi felicidad.
- Papi que disfrutes de tus bebidas, nosotras con mamá prepararemos una cena que te guste.

El padre se retiró para su habitación, dejando a una esposa golpeada físicamente y a una hija golpeada emocionalmente. La casa estaba en un pésimo estado, tan llena de humedad como de recuerdos dolorosos. Marcas de violencia por donde se fijara la vista. La habitación de Florencia se reducía a un catre utilizado como sillón en una esquina de la cocina. Decenas de botellas de alcohol por doquier; centenares de cigarrillos, miles de sufrimientos.

*

Al día siguiente Florencia estaba de cumpleaños. Se levantó temprano para ir a la escuela, y nadie hizo nada especial: su padre dormía presa del alcohol, su madre presa de su padre. La muchachita de los rizos de oro se cambió, y salió de su hogar sin comer. Grande fue su sorpresa cuando comenzó a caminar.

- Sorpresa – gritó Damián – vine a buscarte a tu casa por tu cumpleaños.
- Damián – dijo en voz baja – no tendrías que haber vendido hasta acá.
- ¿Por qué? – preguntó preocupado – ¿todo bien?

Florencia miró hacia la casa que dejaba en silencio detrás, y con sus pensamientos puestos en posibles castigos y dolores sintió que su pecho se hundía. Sus ojos se pusieron brillosos y abrazó a Damián.

- Si Dami, todo bien. Tendrías que haber visto el gran desayuno que me hicieron mis padres. No me dejaban salir de lo fuerte que eran sus abrazos.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 15 de enero de 2019

El documental: El iluminado

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Una reconocida empresa, que se dedicaba a la producción de documentales, había decidido enviar a un grupo de reporteros a una isla para entrevistar un gran misterio: un joven al que le decían “el iluminado”. La isla quedaba en medio del océano Pacífico, y era reconocida por sus bellas playas, sus paisajes y sus pobladores. Entre arena rosa, negra y agua turquesa los reporteros comenzaron a investigar. Genaro, un especialista en teología, encabezaba la búsqueda junto a su camarógrafo Miguel.

- Disculpe – dijo Genaro a un anciano - ¿sabe usted donde puedo encontrar al hombre que llaman iluminado?
- No sé a qué se refiere con “hombre” – dijo en tono amigable – pero si busca sabiduría, en aquella dirección podrá encontrarla.

Genaro y Miguel continuaron caminando por las angostas calles de la isla, disfrutando del paisaje, y conociendo a sus pobladores.

- Señora – dijo esta vez Miguel - ¿es esta la dirección por la que encontraré al Señor Iluminado?
- Jajaja – rió la anciana – sí, van por buen camino extranjeros, sigan caminando por esta calle y se encontrarán con él.

Sin saber el porqué de la risa de los pobladores, ambos documentalistas continuaron con su búsqueda. Mientras avanzaban pudieron ver que, a pesar de las condiciones austeras en las que se vivía, los isleños eran muy serviciales y, por sobre todas las cosas, estaban felices.

Poco a poco fueron acercándose al lugar indicado. En lo alto de una colina se observaba lo que parecía ser un santuario, ubicado al aire libre. Con respeto y cordialmente, fueron abriéndose paso entre las personas, y para su enorme sorpresa se encontraron con el iluminado: un niño que no sobrepasaba los diez años, de ojos celestes como el cielo, y rizos rubios; sonrisa espontánea, chistosa.

- Buenos días – dijeron al unísono ambos hombres de ciencia – ¿es usted el iluminado?

Todos, incluyendo al niño, guardaron el más absoluto silencio, solo el sonido de las olas y el viento se escuchaba.

- Hola – dijo el niño – mi nombre es Valentín, y si a ustedes les gusta decirme el iluminado pueden hacerlo, pero Valentín es como me llama mi mamá.
- Bueno Valentín. Somos dos viajeros, y hemos venido hasta aquí para hablar contigo.
- ¡Genial! – gritó Valentín – entonces ya han logrado su cometido, porque estamos hablando y eso es lo que vinieron a buscar.

Todos rieron, un poco por el nerviosismo, un poco por lo gracioso del cometario.

- Queremos entrevistarte Valentín – continuó Genaro – porque de dónde venimos a las personas le llama mucho la atención tu sabiduría y el afecto que te tienen estas personas.
- Gracias – dijo el niño – puedo decirles que la gente me quiere porque yo los quiero, y ellos son buenos conmigo porque yo soy bueno con ellos – hizo una pausa – y aunque no lo crean, hemos aprendido a ser recíprocos, pero sin esperar nada a cambio… todo ha sucedido naturalmente.
- Creo que tienen razón en llamarte el Iluminado – dijo en tono socarrón Miguel.
- Eso es aún más simple de explicar.
- ¿Qué cosa?
- De donde proviene lo que ustedes llaman sabiduría.
- Queremos saber – dijeron los investigadores al tiempo que se disponían a desenfundar sus aparatos para filmar.
- No hace falta que desempaquen nada – dijo el niño con una gran sonrisa – porque una sola cosa es la que les diré, y luego si quieren aprender, deberán quedarse un tiempo en esta isla.
- ¿Y qué es eso tan importante? – dijeron sorprendidos.
- Que un niño puede aprender a ser un sabio si aprende a hablar consigo mismo… y yo, mis queridos visitantes, soy un gran conversador.

martes, 8 de enero de 2019

El paradigma de los pájaros

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Dos jóvenes filósofos debatían acerca de la vida en el banco de una plaza. Ambos habían estudiado en importantes universidades, se habían recibido con honores y hoy, aunque a temprana edad, eran considerados por sus colegas como dos eruditos. Observaban y contemplaban todo cuanto los rodeaba. De repente, entre mayéuticas y hermenéuticas cruzadas, sus atenciones se vieron direccionadas hacia un hombre que se sentaba a unos metros frente a ellos.

- Mira Diego, mira a ese anciano.
- Lo veo – dijo al tiempo que sonreía – parece que conoce la plaza muy bien, Nelson.
- Si, y también se nota que está muy viejo, y no hay que ser filósofo para darse cuenta, jaja.

Ambos rieron de su “culto” chiste. El anciano parecía vestido con ropa muy anticuada, descuidada. Gruesos lentes, pelo canoso, sin rastros de barba y piel rugosa. El anciano estaba sentado, aparentemente observando hacia el infinito, como ido.

- Ahí lo tenes, solo, sin nadie con quien hablar. Debe ser terrible llegar a esa edad y no poder hacer nada más que envejecer.
- Sí, creo que la ancianidad está acompañada de la soledad, porque si no, no se explica que tantos ancianos estén como él: solos.
- Es cierto, además debe estar loco – dijo en tono perspicaz – es más, esperemos unos minutos y vamos a poder contemplar la soledad.
- Si, estemos atentos.

Ambos filósofos parecían entretenerse con la escena que tenían delante: un anciano sentado en un banco de plaza. De repente, un pájaro se posó sobre una fuente de agua muy cerca del anciano, quien comenzó a observarlo. Lo miraba, lo contemplaba, lo sentía. Entonces aquél hombre de tez blanca y pelo canoso comenzó a sonreír, luego a reír y finalmente sacó del bolsillo un trozo de pan y comenzó a arrojarle migas al pájaro.

- ¡Eureka! – gritó Diego – ahí lo tenemos.
- ¿Qué cosa? – preguntó irónicamente Nelson.
- El anciano y su soledad se han hecho presentes. Qué solo debe estar ese hombre que la sola presencia de un pájaro lo alegra.

En ese preciso instante, un niño que estaba jugando a la pelota, y aparentemente escuchando la conversación, se acercó a ambos profesionales.


- Ustedes podrán saber mucho, pero para mí se equivocan – dijo valientemente ante dos extraños.
- Ah… ¿Si? – preguntaron desafiantes -¿y por qué crees que nos equivocamos?
- Para ustedes una persona que le sonríe a los pájaros es un hombre al cual le duele la soledad – hizo un silencio – pero para mí, aquél que sonríe ante la presencia de un pájaro… ése es un hombre feliz.

- Alan Spinelli Kralj - 

jueves, 3 de enero de 2019

Crecer es una trampa

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- Recuerdo que antes – dijo enojado el hombre – era más sabio, mucho más inteligente.
- ¿Antes cuándo? – preguntó el nieto son rostro preocupado.
- Antes – hizo una pausa – simplemente antes.

La charla se llevaba a cabo en la casa de campo del viejo Tobías, un anciano de unos noventa años que había sabido convertirse en un hombre rico. La quinta estaba llena de árboles frutales, de plantas coloridas y de pájaros que rondaban por todo el lugar. Tobías y su nieto estaban hablando debajo de una pérgola rodeada de parras violáceas. Su nieto, el joven Carlitos, era el único que iba a visitarlo. Tobías sufría de demencia, con lo cual las conversaciones con él se tornaban muy difíciles; había historias inconexas, preguntaba por personas que habían fallecido, se enojaba con facilidad y permanecía fiel a su rutina diaria.

- ¿Cómo era tu nombre? – preguntó el anciano con el ceño fruncido.
- Soy Carlos abuelo, tu nieto.
- Ah, cierto… ¿y de qué estábamos hablando?
- Ya no importa abuelo – dijo dulcemente – cuéntame lo que quieras.
- ¿Qué quiero? – dijo gritando – yo no quiero nada, mira lo que me pasó por siempre estar queriendo cosas.

Aparentemente, Tobías estaba en otra de sus inconexiones, pero Carlitos no se daba por vencido con respecto a su abuelo; le tenía un cariño especial, y estaba dispuesto a seguirle la corriente y no contradecirlo.

- Te pasaron muchas cosas buenas abuelo.
- No lo niego, pero también esas cosas que me sucedieron trajeron cosas malas.
- ¿Cómo qué?
- Yo lo soñé todo, pero fui muy ingenuo.
- Abuelo – interrumpió Carlitos – si no intentas seguir el hilo de la conversación, no puedo entender lo que quieres decirme.
- De pequeño soñé con este lugar – continuó sin prestar atención a su nieto – con los árboles, con la quinta, con el dinero, pero por sobre todas las cosas soñé con el éxito.
- Y todas esas cosas las conseguiste abuelo.
- Todas las cosas que soñé tuvieron un precio, y ese precio supo ser alto.
- En la vida nada es color de rosas abuelo – dijo Carlitos para tranquilizarlo.
- Los árboles trajeron hormigas, la quinta responsabilidades, el dinero peleas y el éxito – hizo una pausa – el éxito trajo soledad.
- No estás solo abuelo, me tienes a mí.

La tarde estaba preciosa ese otoño, y los colores ocres se extendían por todo el predio. Abuelo y nieto parecían una pieza más de la bella escena.

- Siempre quise ser un antropólogo famoso, y lo logré – continuó – pero a causa de mi fama todo cambió: mi realidad, mi familia, mis amigos, mis tiempos, mis sentimientos, todo cambió.
- No estés tan deprimido abuelo, son cosas de la edad, son cosas de la enfermedad.

En ese momento, su abuelo pareció tener un colapso mental, algo en su interior se movió y giró en el sentido correcto. Su mirada volvió a tener brillo, a tener pasión. Miró como quien mira a un fantasma a su nieto de catorce años, y se abalanzó sobre él. Lo tomó por los hombros, y como quien huye de sí mismo, se apresuró a hablar.

- Carlitos – gritó – no sé cuánto tiempo esta enfermedad me dejará hablarte con sensatez, no tengo mucho tiempo y tengo algo muy importante que decirte.
- Abuelo – dijo pasmado Carlitos – me estás asustando.
- Carlitos recuerda muy bien mis palabras: ¡Crecer es una trampa!
- ¿A qué te refieres?
- A que cuando somos niños queremos crecer, cuando somos adultos no queremos envejecer, y cuando somos viejos queremos volver a ser niños… en conclusión – reafirmó – crecer es una trampa.
- Abuelo…

En ese momento, Tobías soltó a su nieto, y sin decir una palabras volvió a sentarse sobre su lugar, volvió a tener la mirada perdida, y permaneció abrazado a sus pensamientos.

- Recuerdo que antes – volvió a repetir – era más sabio, mucho más inteligente…