domingo, 30 de septiembre de 2018

Seres rotos



En una cárcel al sur de Buenos Aires los días se continuaban unos a otros sin mayores complicaciones. Cada una de las personas que allí se encontraban, habían tenido serios problemas con la ley, de modo que estaban pagando sus respectivas condenas. Una de las tardes, un nuevo recluso ingresó al sistema penitenciario, y para poder incorporarse a las tareas y el ritmo de trabajo, fue enviado a cuidar de la huerta con uno de los presos más antiguos.

Al llegar a la pequeña plantación de verduras y tubérculos, el “ingreso” fue recibido por un hombre de gran tamaño, en cuyo rostro podían evidenciarse las cicatrices de viejas peleas, marcas imborrables de una vida poco sana.

— Bienvenido — dijo al recién llegado.

No hubo respuesta alguna.

— Veo que tienes pocas ganas de hablar, no te preocupes, es común que eso suceda al principio.
— Vos no sabes nada de mi vida, así que no quiero nada ni de vos ni de nadie — dijo en tono severo, al tiempo que pateaba unas piedras.
— No sé mucho de vos, pero si se mucho de mí — al tiempo que soltaba una pequeña pala — y porque me conozco, puedo hablar.
— ¿Ha, si? — dijo irónicamente — ¿y qué sabes? Seguro que no sabes cuándo callarte, ni con quien no meterte — con tono violento.
— Puede ser — afirmó — pero también se que las personas están llenas de miserias, de dolores, de incomprensiones, de malos tragos, de tristezas… y en consecuencia, actúan, cada uno con las herramientas que tiene — el ingreso hizo silencio y escuchó — como por ejemplo esta pequeña pala — dijo señalando lo que tenía en sus manos — yo necesitaría una más grande, pero ésta es la que tengo y debo usarla.
— Yo maté, robé, incendié y lastimé a todo cuanto pude — dijo con violencia — y claro que es por lo que me pasó en la vida.
— Yo también maté, robé e hice muchas cosas malas, pero hoy soy un hombre libre de culpas, y vivo en paz.
— ¿Y cómo lograste hacer ese cambio? — preguntó esta vez con curiosidad.
— PORQUE ENTENDÍ QUE TODOS NACEMOS ROTOS, Y QUE DEBEMOS APRENDER HASTA REARMARNOS…


- Alan Spinelli Kralj -

La medicina de la vida

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Entre los pasillos del hospital Carlos Queen deambulaban algunos de sus pacientes. Por lo general, las personas que estaban siendo cuidadas por los enfermeros no generaban mayores problemas; eran obedientes, pues el trato que se les brindaba era muy cariñoso y cálido. Pero una de las pacientes, una mujer de unos cincuenta años, había sabido ganarse la fama de testadura y problemática. Tal era el caso, que un joven psicólogo fue asignado para ayudarla a regularizar su situación, y por ende, su medicación. Cuando el joven principiante de la medicina entró a la habitación de la paciente en cuestión, se encontró con una señora de unos cincuenta años, en silla de ruedas y con un suéter y gorro rojo.

— Así que es usted la que está causando problemas — dijo el joven psicólogo en tono socarrón.
— No — dijo la señora imitando un puchero y luego sacándole la lengua a su nuevo doctor.
— ¿Está usted loca? — preguntó nuevamente el médico en tono esta vez de broma.
— No, pero yo me tomo la vida con sentido del humor.
— Cuénteme más — y comenzó a anotar en su cuaderno, al tiempo que se sentaba en una silla al lado de la paciente.
— ¿Puedo hacerle una pregunta yo a usted?
— Claro.
— ¿Usted vive la vida o la analiza?

El psicólogo quedó con la boca abierta, viendo como la señora que tenía enfrente sonreía con unos ojos iluminados por la alegría.

— La vivo — dijo guiado por el impulso.
— Entonces deje de anotar y míreme a los ojos.
— Está bien, haremos lo que usted quiera.
— ¿Sabe que estaba haciendo yo hace un mes?
— No, imagino que…
— Estaba caminando, manejando y trabajando. Toda mi vida fue una agenda, toda mi vida estuvo anotada de principio a fin. En lugar de vivir, me preocupe por analizar los pro y los contra, quise controlar todo cuanto me sucedía — concluyó y siguió a continuación un intenso silencio.
— ¿Y qué paso? — preguntó el médico con curiosidad inocultable.
— La vida, eso pasó… me demostró que no hay que planificar, que las cosas si tienen que suceder suceden, y no hay mucho para hacer más que seguir adelante… disfrutando la vida a cada instante.

El silencio se hizo cómplice nuevamente en la habitación. Un agudo sentimiento recorrió el cuerpo del especialista, un sentimiento producido por la rotunda y firme verdad.

— ¿Ahora qué debo tomar para estar mejor? — preguntó la señora.
— Nada — respondió el médico — usted ya se toma la vida como hay que tomársela…

- Alan Spinelli Kralj -

La joven y el vagabundo

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Una joven había sido excomulgada de la religión a la que siempre había pertenecido su familia; los líderes del culto la habían acusado de no practicar con exactitud las normas establecidas desde hacía ya muchos años atrás. Sus mayores pecados habían sido amar, crecer y luchar por lo que ella creía justo… lo cual era, según su ex – religión, sinónimo de rebeldía.
Un día, la joven se encontraba desahuciada, porque todo lo que antes era una certeza había pasado a ser incertidumbre. Fue entonces que se hallaba sentada en el banco de una plaza poco transitada. Miraba las palomas con sus ojos, pero su mente divagaba.

— Hola — dijo un vagabundo — ¿cómo estás? — preguntó.
— Hola — respondió para no ser descortés — bien — esta vez titubeando.
— No te creo — dijo el vagabundo con una sonrisa de niño.

La joven observó al hombre que tenía a su lado; tenía algo más de treinta años, ojos muy claros y aspecto desfachatado. Pero su sonrisa… la cautivó por ser inocente, dulce y aniñada.

— Estoy un poco triste, gracias por preguntar.
— ¿Por qué? — preguntó con inocencia y curiosidad.
— Es difícil de explicar, pero me han expulsado de lo que pensé era mi familia.
— ¡Ahhh! — exclamó el vagabundo — a mí me ha sucedido lo mismo, y no por eso estoy triste, al contrario, soy un hombre feliz.
— ¿Cómo lo has logrado? — preguntó la joven asombrada y cautivada por el relato.
— Hace tiempo me separé de quienes vienen mendigando la salvación de rodillas, me liberé del miedo y de la culpa, y comencé a caminar con los hombres y mujeres de frente y hacia la Luz.

La joven no sabía cómo continuar esa charla… aquél vagabundo estaba diciendo cosas extremadamente profundas, pero su curiosidad fue aún mayor.

— ¿Y qué crees que debería hacer?
— Canta, baila y ríe — aseguró —cada mañana tienes la oportunidad de empezar de nuevo, déjate tentar por la existencia y Dios te bendecirá.
— Pero…
— Y recuerda “Todos los ríos son el Jordán para los que llevamos a Jesús en el corazón”.

La joven ya no tuvo palabras. Había quedado anonadada por lo que le estaba sucediendo. El vagabundo la abrazó, se levantó y comenzó a caminar dando pequeños brincos.

— ¿Quién eres? — preguntó la joven al tiempo que se incorporaba y gritaba.
— No preguntes obviedades, en tu corazón está la respuesta…

- Alan Spinelli Kralj -

El conocimiento

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Un antropólogo y un estudiante de secundaria, su sobrino, se encontraban viajando por las montañas de la provincia de Jujuy, camino al pueblo escondido… Iruya.

Ambos habían tomado un micro que los llevó a recorrer pequeñas per escarpadas distancias, en las cuales podían verse por doquier las pinceladas que Dios había dejado en forma de colores montañosos. Cuando todo parecía que no podía ser más bello… un nuevo paisaje se hacía presente.
Luego de dos horas de viaje, el micro se detuvo y el antropólogo y el estudiante bajaron a mitad del recorrido.

— Esto es hermoso tío — dijo el joven.
— Lo es — afirmó — presta atención a todo cuanto te rodea, porque es único — dijo nuevamente.

De pronto, la atención de ambos se dirigió a la distancia, donde una mujer que parecía ser muy anciana cuidaba a sus cabritos. A primera vista parecía que la mujer estaba solo observando a sus animales, pero hacía mucho más que eso.

— Mira — le dijo el antropólogo a su sobrino — es increíble poder estudiar a esa mujer e imaginar qué es en lo que piensa.
— ¿Por qué lo dices tío?
— Imagina; toda una vida habiendo conocido solo estas montañas, sin saber lo que es la televisión, la internet o los celulares.
— Ya veo — respondió el joven que por su cabeza no habían transitado tantas preguntas.
— ¿Y sabes qué es lo peor de todo?
— No.
— Que nunca se ha preguntado más de lo que sabe.
El estudiante pensó poco y sin quitar la vista de la anciana dijo mucho.
— Quizá porque lo entendió todo…

- Alan Spinelli Kralj -

Dios me habló

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Un joven viajó a los confines del globo para encontrarse con su yo más íntimo. Viajó por rutas, mares, cielos y hasta por el interior del planeta Tierra para encontrarse. Recorrió distancias enormes para hallar algo que le quedaba muy cerca: a Dios.
Una vez, dentro del largo itinerario de viaje, el joven estaba meditando mirando el mar azul, sentado sobre unas rocas negras y puntiagudas, viendo el Sol en lo alto del cielo. De repente y sin previo aviso, sus lágrimas comenzaron a brotar sin razón, hasta que de pronto todo cobró sentido… Dios se le había presentado frente a sus ojos; una Luz indescriptiblemente brillante comenzó a centellear frente a él, como en pequeñas explosiones de Luz. Todo su cuerpo comenzó a temblar, a convulsionar de manera inconsciente, a transpirar. Sus ojos se cerraron y nunca nada fue tan nítido. En sus oídos se presentó un zumbido que enmudeció todo a su alrededor… y fue así como pudo escuchar las palabras de Dios, que luego transcribió…

“Y un día Dios me habló:

Hijo, no busques fuera lo que tienes dentro.
Hijo, no seas impaciente pues lo único que necesitas es paciencia.
Hijo, no te rodees de gente por imposición, sino por amor.
Hijo, no sientas nunca miedo pues conmigo nunca estarás solo.
Hijo, no intentes controlar nada pues nada es controlable.
Hijo, no existen las coincidencias, todo está puesto en tu camino por una razón.
Hijo, no llores por el que se va a mi encuentro, pues conmigo nada le faltará.
Hijo, toda vida tiene valor, y una hormiga no vale más ni menos que un árbol.
Hijo, no guardes rencor en tu corazón y perdona todo lo que puedas.
Hijo, muchas son las interpretaciones pero una sola es la verdad.
Hijo, la única certeza que tendrás es que morirás, así que mientras tanto aprende a vivir.
Hijo, descubre que en lo simple radica lo verdadero.
Hijo, recuerda que la iluminación no es otra cosa que re-aprender a ser un niño.
Hijo, recuerda que amo a las personas más de lo que se aman a sí mismas.”

- Alan Spinelli Kralj -

Feliz cumpleaños

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En el pueblo se había comenzado a correr la voz: el anciano Miguel festejaba sus ciento quince años. Era una noticia tremenda, pues siempre que un anciano tan longevo cumple años, la pregunta obligada llega a la boca de todos: ¿cuál es su secreto?

Todos se habían reunido alrededor de la casa del anciano; hermanos y primos, conocidos del barrio y hasta el intendente del pueblo. Todo se llenó de colores, papelitos y griterío. La música fuerte era escuchada en todos los rincones de la región, y el vino ya corría como agua por las calles. “Es el hombre más viejo del mundo” gritaban unos, “tiene cerca de doscientos años” exageraban otros, “que cuente su secreto” pensaban todos.
Por su parte, el anciano Miguel, miraba desde una silla de ruedas ubicada en lo alto de un escenario. Las cataratas de sus ojos grises no le permitían ver con claridad todo lo que estaba sucediendo; su pelo era blanco como la nieve, o lo que quedaba de él, su bigote muy tupido y sus arrugas millones. Observaba, como el niño que observa con temor la puerta del jardín de infantes por primera vez.

— Querido pueblo de General Maribor —dijo a viva voz el intendente — estamos todos aquí reunidos para agasajar a Miguel, nuestro amado vecino, quien hoy celebra su natalicio, su cumpleaños número ciento quince.

La gente aplaudía y gritaba, celebraba y miraba al anciano. Nadie amaba a Miguel, tan solo unos pocos lo conocían de vista, pero en aquél momento, todos le habían cobrado cariño de repente.

— Qué mejor manera de agasajarlo en su día que con una fiesta — continuó el Intendente — y para eso estamos aquí.
— ¡Que hable! — gritaron a la derecha.
— ¡Que cuente su secreto! — gritaron por la izquierda.
— ¡Vamos Miguel! — dijeron en el centro.
— Y para expectativa de todos — continuó la autoridad — hablará Miguel.

Una enfermera tomó la silla de ruedas por detrás, y lentamente llevó a Miguel hacia el centro del escenario. Todos observaban sus movimientos, los cuales eran nulos. Hubo un momento de silencio absoluto, y fue cuando el público miró a Miguel, y Miguel pareció estudiarlos a todos.

— Gracias — dijo por fin el anciano en tono temeroso, rompiendo el silencio — Gracias por estar aquí conmigo.
— Fuerza Miguel — gritó el que nunca falta.
— Muchos me piden que les brinde el secreto para vivir tanto tiempo — se tomó su tiempo para respirar — pero me parece mucho más valioso contarles la historia de un hombre que no supo vivir.
Todos, incluso el Intendente, quedaron con la boca abierta. Se había filtrado el rumor de que aquél viejo era pesimista, pero nunca creyeron que ese pesimismo se apoderaría de aquél día también.
— Toda mi vida fui un cobarde — afirmó — trabajé desde muy pequeño, y siempre cuide mi salud.

Solo iba del trabajo a mi casa y de mi casa al trabajo, para evitar enfermarme; nunca me fui de vacaciones para no gastar dinero; nunca salí a comer afuera para que la comida no me cayera pesada; nunca tomé alcohol para no convertirme en alcohólico; nunca tuve esposa para no sufrir desamor; nunca tuve hijos para evitarme disgustos; siempre ahorré dinero, y nunca escatimé en gastarlo en doctores y medicamentos; no sé lo que es un cine, un teatro, una playa o un café del centro; nunca hice regalos y tampoco los recibí; nunca tuve mascotas por temor a sufrir con sus muertes… mi vida se resume no a lo que viví para cumplir ciento quince años, sino a lo que no viví para cumplirlos.
Aquél anciano había tirado por la borda toda posibilidad de festejo, había derribado la posibilidad de continuar con la celebración. El silencio fue filoso y cortante. Solo una niña se atrevió a preguntar.

— ¿Y por qué nos está contando esto señor? — dijo con curiosidad.
— La sabiduría es como un peine que nos llega cuando ya nos hemos quedado pelados — dijo mientras esbozaba una sonrisa — y yo aún conservo algunos pelos.
— No entiendo — dijo honestamente la niña.
— Digo esto porque, a los ciento quince años, elijo dejar de ser un cobarde, y convertirme en un hombre valiente: ¡NO IMPORTA CUANTO VIVAN, SI MUCHO O POCO, LO QUE IMPORTA ES QUE VIVAN!

- Alan Spinelli Kralj -

El cuerpo de la mujer

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El Sol comenzaba a filtrarse por las hendijas abiertas de la persiana, y daba al interior del cuarto de Fiorella un maravilloso efecto psicodélico. El contraste entre matices era sorprendente, imitaba un micro amanecer entre cuatro paredes blancas. El desorden reinaba por doquier, incluso en la cama donde la joven dormía; sabanas, frazadas y colchas daban fe de que el invierno había llegado.
El despertador comenzó a sonar al tiempo que marcaba las 8:00 hs. Fiorella abrió sus ojos azules, y entre sueños pudo percibir como sus pupilas se dilataban, y a la vez delataban un cosmos en su interior. La sensación fue extraña pero agradable. Poco a poco fue refregando su rostro, y sus jóvenes manos pasaban una y otra vez por las numerosas pecas que pintaban su rostro. Su boca seca comenzó a humectarse y sus lagrimales se activaron.

— Hora de levantarse — dijo con una voz que aún no se aclaraba del todo.

Corrió rápidamente las cobijas que la cubrían, y su cuerpo semidesnudo se erizó por el frío del ambiente. Sus finos bellos corporales se movieron de un lado a otro de manera imperceptible, sus poros se abrieron y su cuerpo se oxigenó.

— ¡Qué frío! — continuó, mientras abría y cerraba los dedos de las manos y los pies.

Sus articulaciones sonaron, y esos fueron los primeros sonidos que sus oídos oyeron; pequeños “tac” por aquí y por allá. Fiorella se incorporó y sentada sobre su cama tomó el vaso de agua que había en la mesa de luz y bebió su contenido. La magia se desplegó: todo su cuerpo se hidrató y una sensación de frescura y goce se apoderó de su ser.

Lo más extraño hasta el momento, es que Fiorella estaba teniendo una consciencia plena de todo cuanto estaba experimentando, como si fuera una espectadora de las sensaciones de su cuerpo. Por un momento el miedo se hizo presente… luego fue valiente, fiel a su esencia, y se dejó llevar por lo que sucedía.
Sin previo aviso ni premeditación, metió su mano debajo de la cama. Sintió como su columna se encorvaba y sus huesos se ponían en funcionamiento. Sus finas manos se encontraron con un libro, el cual abrió de manera arbitraria, y su contenido la dejó helada… una frase se encontraba en medio de la hoja blanca, y como un capricho del Universo decía…

“Que tu cuerpo sea siempre un amado espacio de revelaciones”.


- Alan Spinelli Kralj -

El globo rojo

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La plaza estaba llena de niños que correteaban de un lado a otro. Gritos por aquí, risas por allá; todo era colores, luz y alegría. Los padres observaban a sus hijos mientras éstos jugaban en hamacas, trampolines y subibajas. El polvo de la tierra daba un halo de luz extraño e hipnótico a esa tarde otoñal.

En un lugar apartado del parque de juegos para niños se encontraba un muchacho de unos treinta años. Llevaba un traje color oscuro, acompañado de brillantes zapatos de diseño. Un maletín compartía con él un pequeño banco de plaza color madera. El muchacho tenía sobre sus piernas una computadora portátil en la que tipiaba números y códigos complejos. Su ceño se encontraba fruncido y sus dientes apretados.

— Estos malditos niños no me dejan trabajar tranquilo — gruñó — los parques deberían estar prohibidos para ellos, porque yo quiero trabajar y por su culpa no puedo hacerlo.

Mientras el muchacho ofuscado se quejaba, las risas eran aún mayores y potentes. Todos correteaban, padres e hijos… menos aquél muchacho.
De repente y sin aviso, en el cielo celeste apareció un punto rojo, una pequeña macha que se movía a paso lento y pausado; conforme fue acercándose, todos en la plaza pudieron ver qué era: un globo. Los niños se alteraron e intentaron perseguirlo, pero flotaba tan alto que ninguno logró cumplir su objetivo. La rebeldía de aquél recipiente de aire fue danzando por aquí y por allá, acompañado en tierra por la mirada de incontables niños.

— ¿Qué es ese globo? — preguntó para sí mismo el muchacho amargado — viene para acá.
Extendiendo su mano, aquél hombre en traje negro tomó el piolín del globo y lo sostuvo. Su boca quedó abierta mientras miraba lo que sostenía en su mano, al igual que la boca de los niños mientras veían en manos de quién había caído el “juguete”.
— No puede ser — dijo el muchacho, parándose y tirando al suelo su computadora — este es el globo que solté al aire en mi cumpleaños número nueve.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y comenzó a llorar como un niño. El globo decía “Lucas, mis nueve años”. Lloró, lloró y no paró de llorar. Mientras tanto, los niños y los adultos lo observaban, nadie le quitaba la vista de encima. Lucas se había encontrado mágicamente con un globo que había soltado al cielo hacía 23 años, y el contacto nuevamente con el juguete inflable le había hecho tomar consciencia de cuánto había crecido. Sus últimos 23 años estaban pasando rápidamente por delante de sus ojos, sin soltar el globo tomó consciencia de todo.
Una madre se acercó preocupada a Lucas y apoyó su mano sobre el hombro de aquél muchacho desconcertado.

— ¿Te encuentras bien? — le preguntó.

Lucas miró a quien tenía al lado, le extendió su globo y le habló.

— Este es mi globo, era mi globo. Crecí tanto que me olvidé de ser un niño. De pequeño no quería ser adulto… hoy me doy cuenta de que lleva tiempo crecer y crecer, para finalmente volver a ser un niño…

Lucas salió corriendo y entre risas y sonrisas comenzó a hamacarse en uno de los juegos.


- Alan Spinelli Kralj -

Tortura china




El niño estaba en su cuarto jugando con sus muñecos. Por un lado y por el otro, figuras de acción se hallaban desparramadas por el suelo. Su cama aún no había sido tendida, y los rayos de luz apenas habían comenzado a inundar el lugar por la ventana. Pero los muñecos se golpeaban entre sí en las manos de aquél niño, con violencia y enfado. El rostro del jovencito estaba cabizbajo, su ceño fruncido y sus ojos brillosos. De repente, un gran silencio se apoderó del cuarto, y una voz dulce inundó la escena.

— ¿Qué sucede Bichi? — preguntó la madre al tiempo que se acercaba a su hijo.
— Nada — respondió el jovencito de manera tajante.
— Vamos — repuso la madre — ven a recostarte en la cama que voy a acariciar tus cabellos mientras me cuentas qué sucede.

El niño se incorporó del suelo, y caminando en dirección a la cama se desplomó sobre ella. La madre poco a poco comenzó a acariciar sus renegridos cabellos y su rostro. Lo miraba con un gesto con el que solo pueden mirar las madres.

— Ahora, Bichi, cuéntame qué es lo que le sucede a ese corazoncito.
— Estoy triste mami, hace mucho que estoy triste y el dolor no se quita de mi corazón.
— No hay razón para estar triste — dijo entre mimo y mimo — los niños de tu edad siempre deben estar sonriendo.
— Sí que hay razón para estar triste — agregó angustiado — te extraño mucho — dijo y rompió en lágrimas.
— Pero aquí me tienes, y no voy a irme a ningún lado; tú eres mi hijo y nunca voy a abandonarte, pase lo que pase.
— Tengo miedo…
— Todos tenemos miedo, yo también lo tuve, y sin embargo aquí estoy. ¿Sabes por qué no tengo miedo?
— No — respondió con curiosidad.
— Porque me encuentro muy bien, mejor que nunca, viendo a mi niño crecer, y dar sus primeros pasos como un “hombrecito”.
— ¿Y cuándo desapareció tu miedo? — preguntó con un mejor gesto.
— Cuando me di cuenta de que somos inseparables, y que nada ni nadie puede romper esta magia que nos une… y si no me crees tendré que hacerte “tortura china”.
— No mami, no quiero — dijo sonriendo como quien espera expectante.
— Claro que si — dijo, y gritó — ¡TORTURA CHINAAA!! — y comenzó a hacerle cosquillas a su hijo en todo el cuerpo.

Las carcajadas invadieron el cuarto, y ya los rayos de Sol habían copado el lugar. Las risas infantiles se escucharon por toda la casa, al punto de despertar al resto de la familia.

— ¿Qué te sucede? — dijo el padre de aquél niño mientras entraba a la habitación— ¿te encuentras bien?
— Si, papi — agregó — estaba otra vez mami haciéndome tortura china, le dije que no, pero en realidad me encanta que lo haga.

El padre miró a su hijo, quien se encontraba solo sentado en su cama y sus ojos se llenaron de lágrimas. Caminó hacia el niño y se sentó a su lado.

— ¿Otra vez mami vino a visitarte?
— Si — afirmó mientras abrazaba a su padre — me desperté triste pero vino y me dijo que no lo estuviera, que siempre vamos a estar juntos.
— Claro que sí, nadie va a poder separarlos — dijo al tiempo que disimulaba sus lágrimas.
— Eso es lo que ella dijo, y yo le dije que la extraño mucho.
— ¿Y qué te contestó? — preguntó esta vez el padre con una curiosidad infinita.
— Que no tengo razón para extrañarla, porque ella nunca va a irse a ningún lado, y que tampoco tenga miedo.
— Tu madre sigue tan sabia como siempre, desde el cielo sigue guiándonos y ayudándonos.
— Desde el cielo no papi, desde aquí mismo…


- Alan Spinelli Kralj -

Calma mi niño

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Es increíble como los adultos crecemos y crecemos sin parar; pero por esas ironías de las vida, conforme pasa el tiempo, nos vamos adentrando más y más en ese niño que alguna vez fuimos. Será porque ese niño siempre está allí, observándonos desde el interior de nuestra alma, esperándonos. Pero… ¿Esperando qué? De manera paciente aguarda que lo escuchemos, y como adultos que somos lo ayudemos a resolver lo que quedó inconcluso en el pasado. Muchas veces desea un abrazo, otras una palabra de aliento, o porque no que jueguen con él.
Aunque te crezca pelo en el rostro, tu cuerpo aloje vida o tu cabello se vuelva blanco, ese niño nunca crecerá, y será por siempre un infante.
Siempre imagino a mi niño interior en guardapolvos y con tres años; carita blanca y peinado “raya al costado”. Me mira sentado en un cantero y está allí para mi, nunca se va, nunca me abandona, jamás crece. Con el paso de los años me he dado cuenta de que mis problemas no eran solamente míos… eran suyos. Cuando no podía rendir mis finales y lloraba, no era mi problema sino de aquel niño que se sentía presionado por su madre; cuando tenía problemas para relacionarme en el trabajo, no era mi problema sino de aquel niño al que le hacían bullyn en la escuela; cuando gritaba en las discusiones y peleaba, no era mi problema sino de aquel niño que no se sentía escuchado por su entorno.
Cuando pude identificar lo que sucedía, pude también ayudar al niño, y cuando lo ayude… esos problemas pasaron a formar, definitivamente, parte de nuestro pasado.


Autor: Alan Spinelli Kralj

El trabajo de mi padre

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El joven Lucas se encontraba en el velatorio de su padre; el día estaba lluvioso, lleno de humedad y podía olerse ese peculiar aroma a flores rancias. El lugar era muy hermoso, a pesar de las circunstancias, adornado con claveles y velas por doquier.
Lucas llegó a la entrada y fue recibido por un pequeño grupo de gente, todos amigos de la familia, pues a él solo le quedaba su padre como familiar directo. "Mi más sentido pésame", o "te acompaño en el sentimiento" fueron las frases de recibimiento, que no le impidieron a Lucas llegar hasta el cajón donde su padre se encontraba descansando. Sin lágrimas en los ojos y sin vestigios de tristeza, por fin afirmó.

— Es raro que volvamos a vernos después de tanto tiempo, y en estas circunstancias — dijo — no me asombra de todas formas, nunca fuiste un buen padre — afirmó.
— Es una pena oír eso Dr. Lucas — dijo una voz.
— Jorge — dijo Lucas reconociendo a quien fuera amigo de la familia.
— Es una pena que aún sientas rencor por tu padre Lucas.
— ¿Cómo no sentirlo Jorge? — dijo angustiado — mi padre nunca estuvo cuando lo necesite, su verdadera familia fue siempre esa fábrica metalúrgica. Trabajando doce horas al día, todos los días, mientras yo estudiaba y mi madre se hallaba enferma… él nunca nos cuidó — gritó Lucas en medio de la sala.

Jorge comenzó a reír para descontracturar la situación.

— Lucas — suspiró — tu padre trabajó toda su vida, en algo que odiaba, pero lo hizo siempre y sin quejarse por una simple razón: debía mantener tu carrera, debía cuidar a tu madre y debía demostrarte que él era feliz en su trabajo.

Lucas se llamó a silencio por unos instantes.

— Puedo admitir que mi carrera fue pagada gracias a su esfuerzo, pero mi madre necesitaba de sus cuidados.
— Y también de costosos medicamentos.
— Nosotros necesitábamos que estuviera con nosotros.
— Y él necesitaba trabajar para que todos estuvieran unidos.
Lucas no podía hablar…
— Y ¿Por qué nunca me lo hizo ver?
— Porque él creía que debías sacar tus propias conclusiones, que cuando fueras padre lo comprenderías — sentenció amablemente.

En ese momento, Lucas abrazó a su padre, se reconcilió y un gran peso lo abandonó.


- Alan Spinelli Kralj -