martes, 26 de marzo de 2019

El Dios Momo

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Cuenta la leyenda que el Dios Momo era el más gracioso, divertido y travieso de los dioses. Siempre estaba jugándole malas pasadas a las personas, a los héroes e inclusive a los mismísimos dioses. No se podía hablar en serio con él, tampoco se podía compartir una comida, una reunión o un momento de seriedad, pues siempre estaba haciendo bromas o jugando.

Miles de años después, en las ciudades y los pueblos se festejan los carnavales que homenajean al Dios Momo. Se juega con muñecos y con espuma; la gente canta, baila y ríe; todo es jolgorio y diversión. Tal es así que se han formado comparsas, orquestas y agrupaciones, y con el correr de los años se han profesionalizado. La comparsa “La redoblona” era el mejor de los ejemplos: vivos colores, excelentes cantos, maravillosos vestuarios y un gran elenco integrado por niños, adolescentes, adultos y ancianos. La gente bailaba al ritmo pegadizo de la murga, y a cada lugar que uno mirara podía ver amplias sonrisas.

- ¡Mira mamá! – gritó un niño del público - ¡cuántos colores!
- ¿Viste Joaquín? – con voz amable – que lindo que bailan.
- ¿Y qué es ese muñeco? – señalando al centro del escenario.
- Ese es el Dios Momo, un Dios griego.
- ¿Y por qué se ríe de esa manera? – con curiosidad.
- Porque representa la alegría, la diversión y el disfrutar de la vida.
- ¡Qué bueno!

Las máscaras, la gente, la murga, los colores… era difícil comprender si uno solo de esos condimentos era el que hacía del carnaval algo maravilloso o era todo su conjunto; pero de algo se podía estar en lo cierto: el carnaval era mágico.

Como todas las cosas en la vida, el carnaval llegó a su fin con un estruendoso golpe de bombos y platillos, acompañados de una coreografía final llamada “la despedida”.

- ¿Ya terminaron mamá? – dijo Joaquín.
- Si hijo, ahora van a retirar y limpiar todo.
- Pero ese señor de ahí sigue bailando.

Cuando la murga había terminado su show, un hombre que por su aspecto vivía en la calle se posicionó en el centro de las miradas. Podía sentirse el olor del alcohol a lo lejos, sus ropas gastadas y sucias estaban empapadas de espuma y sus ojos perdidos en la negra noche. De repente y sin música: comenzó a bailar.

- Quiero ver a ese señor bailar – dijo inocentemente.
- Ese señor no va a bailar – respondió la madre – está borracho Joaquín.
- Pero está disfrutando todo lo que hace – sentenció – y vos dijiste que el Dios Momo disfruta y es gracioso – hizo una pausa – ¿no será ese señor el Dios Momo?

La madre quedó perpleja ante el planteo de su hijo por dos razones: el planteo de su hijo era lógico y verdadero. En ese preciso momento la madre y su hijo comenzaron a aplaudir a aquél señor.

- ¡Vamos! – gritó la madre - ¡Que baile!

Lo que empezó siendo un aplauso aislado continuó en muchas palmas y gritos de ánimo. La comparsa que había emprendido la retirada giró, observó al hombre y retomó los festejos de carnaval; rodearon con sus bombos y sus colores a aquél sujeto que comenzó a girar sobre su propio eje con una gran sonrisa y sus ojos cerrados; cuando los festejos llegaron a su nivel máximo, el hombre miró al cielo y gritó: “SOY EL DIOS MOMO”.

@SpinelliAlan

martes, 19 de marzo de 2019

Jobs

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En el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires funcionaba un “bar de juegos”, es decir que las personas podían disfrutar de una cerveza o un trago y al mismo tiempo jugar juegos temáticos. El lugar era un galpón enorme re-diseñado y convertido en un excelente espacio nocturno. Tal era la fama de estos entretenidos juegos que un importante medio de televisión había ido a entrevistar a sus empleados y clientes.

- ¿Cuál es tu nombre? – preguntó un joven periodista al barman.
- Mi nombre es Simón – dijo desde el interior de su gran bigote.
- Cuéntanos un poco Simón – con voz de locutor - ¿qué es lo que la gente viene a buscar a este bar?
- Aquí la gente busca tomar cerveza, comer pizzas y divertirse.
- Muy bien – dijo animado - ¿y por qué crees que las personas eligen juegos a pesar de que ya no son pequeños?
- Bueno – dijo abstrayéndose – ahora que me lo preguntas pienso que tiene que ver con una búsqueda.
- ¿Una búsqueda? – preguntó esta vez nervioso.
- Si – con ojos perdidos – creo que aquí las personas se buscan a ellos mismos, buscan volver a ser niños. Por ejemplo – volviendo en sí – allí vas a ver a unos chicos que recién salen de la oficina y vienen a jugar fútbol tenis.

Un grupo de jóvenes estaba en el centro del lugar. Con sus camisas desabotonadas hasta la mitad y sus pies descalzos luchaban contra la rutina de la semana; reían, corrían e insultaban chistosamente.

- Si ves en aquella dirección – retomó el barman – podrás ver como un grupo de amigas ya son habitués del lugar y hasta tienen su mesa asignada.

Cuatro mujeres reían eufóricamente al tiempo que giraban una ruleta que les indicaba tomar tragos o no tomarlos. Carcajadas y hasta lágrimas de felicidad emanaban de ese grupo.

- Allí también podemos ver a unos muchachos que han venido desde lejos para encontrarse entre ellos y con ellos.

Tres jóvenes reían y golpeaban una mesa al ver los resultados del juego de mesa que estaban jugando. También podían escucharse sus anécdotas de cuando eran muy pequeños, todos recuerdos graciosos y divertidos.

- Y qué dirías de aquella jovencita – dijo el periodista señalando a una muchacha – ella no parece estar para nada divertida.

A lo lejos, bajo una gran lámpara de colores, una chica muy joven estaba apoyada sobre la baranda de una escalera. Su rostro estaba completamente apagado, serio y sin expresión alguna. No se la veía triste, pero tampoco contenta. El barman la observó por algunos segundos, hasta que por fin comprendió lo que sucedía.

- Aquella muchacha – dijo rompiendo el silencio televisivo – esta aburrida.
- Bueno – dijo sonriente el periodista – parece una contradicción que alguien esté aburrido entre tantos juegos.
- Es mucho peor que eso – dijo seriamente – aquella muchacha esta aburrida… porque su niña interior ha muerto.

martes, 12 de marzo de 2019

Recetas e indicaciones

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En una localidad apartada del centro de la capital había un consultorio de la salud, pero no era un consultorio cualquiera, éste era diferente. La calle en la que se encontraba no era muy transitada. Aún podía escucharse el canto de los pájaros y el viento que corría libremente por los patios y los fondos de las casas. El lugar tenía un pequeño cartel en donde podía leerse “Consultorio espiritual”.

- Buenos días – dijo un hombre con mala cara.
- Buenos días – repitió una mujer con una sonrisa enorme.

Dentro del consultorio se encontraban dos personas muy diferentes; por un lado estaba Eduardo, cuyo rostro expresaba preocupación, angustia y malestar. Poco pelo en su cabeza, muchas arrugas y ojos apagados. Por el otro lado estaba Claudia, una mujer jovial, fresca, llena de energías y de aspecto muy saludable. Eduardo era un paciente y Claudia una mujer muy especial.

- Vengo de la mejor clínica que el dinero puede pagar – dijo Eduardo – y me han dicho que no me haga ilusiones sobre mi salud.
- ¿Y por qué estás aquí? – preguntó curiosa la mujer.
- Porque tengo cáncer – hizo una pausa, sin quebrarse – y mi familia me insistió para verla.

- Es una excelente noticia.

- ¿Qué haya venido o que tenga cáncer? – preguntó inmóvil.
- Ambas noticias – un poco más seria – yo particularmente veo al cáncer como una oportunidad.
- No tenemos la misma opinión.
- Ojalá logre cambiar su perspectiva – sentenció - ¿Qué le han recomendado?
- Tengo que hacerme sesiones de quimioterapia y esperar.
- Bien – dijo – nosotros vamos a probar con otras cosas.

De pronto, el clima entre ambas personas comenzó a volverse tenso. Algo en el interior de Eduardo se resistía a la conversación. Este hombre ya había probado los mejores tratamientos y consultado a los mejores profesionales que el dinero podía comprar. Ahora se encontraba frente a una mujer que no tenía bata, no tenía títulos en las paredes… ni siquiera se había arreglado el pelo antes de recibir a Eduardo.

- Ya he probado de todo – dijo secamente – sinceramente no creo que pueda sobrevivir.
- Bueno – dijo muy seria Claudia - ¿Y por qué no está dispuesto a probar con algo nuevo?
- Porque los mejores médicos me han dicho que no pueden hacer nada y que mi diagnóstico es terminal
- ¿Y está dispuesto a hacerle caso a doctores costosos?
- ¿Sinceramente? – pregunta retórica – sí.
- Bien – dijo - ¿y no cree que le está dando demasiada importancia a un hombre en bata? ¿le parece bien aceptar la muerte sólo porque se lo dijo alguien con estudios?
- Si – respondió – y espero no ofenderla, pero usted…
- ¿Podría aguardarme un segundo? – preguntó educadamente.
- Sí.

La mujer desapareció detrás de una puerta. Al regresar, Claudia apareció peinada muy correctamente, con lentes que le daban aspecto intelectual, con una bata blanca y una identificación que decía “Dra. Hertz” junto a su número de matrícula médica. Eduardo quedó boquiabierto y no tuvo nada inteligente para decir.

- Veo que a usted le gustan las apariencias – dijo con una sonrisa – yo también soy doctora.
- Discúlpeme, yo no tenía idea.
- Ningún problema Eduardo, a partir de ahora refiérase a mí como Dra. Hertz – hizo una pausa – aquí tiene la receta con lo que debe comprar y las indicaciones que tiene que seguir al pie de la letra.
- Pero…
- Lo veo el lunes que viene a la misma hora.

No hubo mucha más charla. Paciente y doctora se despidieron cordialmente. Cuando Eduardo subió al auto que lo llevaría a su casa, comenzó a leer la receta y las indicaciones… y por fin se quebró.

Adquirir:

Comida sana y saludable, sahumerios, clases de yoga, mucha agua, cristales de cuarzo, mucha luz solar, mantras, libros de superación espiritual y emocional, hábitos saludables.

Indicaciones:

Evitar el stress, las discusiones, las luchas internas y los malos pensamientos; jugar, charlar, dejar de ver los noticiarios, evitar los extremos, ser más abierto, escuchar al corazón y aprender a reconocer la felicidad cuando se tope con ella. Repetir “mi cuerpo esta sanando”.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 5 de marzo de 2019

Los sueños del mendigo

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La vieja estación de tren estaba cubierta de rocío una mañana de otoño. Las personas caminaban a un ritmo constante entre túneles de estación, andenes y escaleras. Los locales estaban abiertos desde muy temprano, y los vendedores ambulantes gritaban a viva voz sus mejores ofertas.
Verónica era una muchacha que iba a trabajar en tren bien temprano, ya que no le gustaba andar a las corridas; además, como tenía mucha imaginación y un corazón sensible, le gustaba dedicar tiempo a todo cuanto se le presentaba en el camino.

- ¡Señorita! – gritó un mendigo - ¡Alto por favor!
- ¿En qué puedo ayudarte? – dijo algo asustada por el sobresalto.
- Ayer sucedió algo muy importante: me susurraron en un sueño que camino a la iglesia hay un jardín, de flores secretas, debajo del nogal… - hizo una pausa para respirar – en lo profundo de la tierra debajo de las raíces hay un cofre. Dentro, el tesoro que el hombre pobre había soñado del otro lado del mar… - no terminó la frase.

Mientras Verónica se quedaba perpleja por lo que acababa de oír, pudo ver como aquél mendigo de ropas rotosas y gastadas corría como podía en viejos calzados que le apretaban.

Al día siguiente, a Verónica le fue imposible no buscar con la mirada a aquél hombre que le había contado su sueño, y pudo dar con él porque se acercaba corriendo.

- ¡Señorita! – gritó como el día anterior – hoy tuve otro sueño.
- Bueno, quiero que me lo cuentes así… - fue interrumpida por la ansiedad de aquél hombre.
- Tuve otro sueño: me decían desde lo alto “ve en busca del camino feroz donde los tigres son devorados por las sombras… - nuevamente sin terminar la frase.
- Espera un segundo – gritó Verónica, pero fue inútil porque aquel hombre ya no estaba.

Al tercer día, Verónica había ido más temprano a la estación con un paquete de facturas para poder brindar un desayuno a su nuevo amigo bohemio. Lo vio venir desde lejos en la misma dirección de siempre.

- Ayer soñé – comenzó sin decir hola - que la dama del agua, quien emergió empapada de las lagunas, me mostraba una burbuja en la que el puente me transportará, partiendo las aguas en dos… - sin terminar nuevamente.
- Adiós – gritó Verónica son una sonrisa y el paquete de facturas.

Al cuarto día, la situación volvió a repetirse de la misma manera; esta vez no había facturas ni “buenos días”, porque Verónica esperaba ansiosa el nuevo relato de los sueños del mendigo.

- Un niño lobo me dio un mapa y rugiendo me llevó volando hasta la arcada de una mezquita – hizo una pausa – y allí me mostró el tesoro – volvió a hacer una pausa – estaba guardado desde siempre y junto al nogal me encontraba… naciendo rico.

Verónica estaba esperando a que el mendigo saliera corriendo, pero no lo hizo. Esta vez se quedó en silencio y perplejo mirando el infinito; luego, sin decir adiós caminó lentamente en dirección desconocida.

Al quinto día la situación de Verónica volvía a repetirse y esperaba su nuevo relato… pero no sucedió. Espero cinco minutos, luego media hora y finalmente terminó llegando tarde a su trabajo, pero sin relato. Al día siguiente sucedió lo mismo, y así por las próximas semanas.
Aquella muchacha gentil estaba muy triste porque su bohemio amigo había desaparecido.

- ¿A quién estas buscando? – le preguntó un vendedor ambulante.
- Había un mendigo que corría por la estación y venía a contarme sus sueños.
- Ahhh – dijo – el loco Esteban – con una sonrisa pícara - ¿no te enteraste lo que le sucedió?
- No – dijo preocupada – estaba intentando averiguarlo.
- Esteban estaba un poco loco, pero aparentemente tocado por la varita. Dicen que hace algunos días fue camino a la iglesia y se puso a hacer un pozo cerca de un árbol… ¿a que no sabes lo que encontró?
- ¡Un tesoro! - gritó como loca Verónica.
- No, una boleta de teléfono enterrada dentro de una botella.
- Es muy decepcionante – dijo entristecida.
- ¿Decepcionante? – irónico – el loco Esteban fue con esa boleta a la agencia de Quinela y jugó los números que encontró en la boleta… - hizo una pausa – y ganó noventa millones de pesos.
- ¡¿Qué?! – gritó sin poder salir de su asombro.
- Eso le pasa solo a los suertudos – dijo algo molesto el hombre.
- No – dijo reflexionando y sonriente – eso le pasa a los grandes soñadores.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 26 de febrero de 2019

El control

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El Sol estaba alto en el cielo, intenso, brillante y azotaba con fuerza la ciudad. En las casas, el sonido de los motores de aires acondicionados no pasaba desapercibido. Cerca de la estación de tren estaba la casa de Iván, un pequeño departamento que parecía conservar su pequeño microclima polar.


- Permiso – dijo Carolina – acá si está fresco.
- Si – respondió Iván al tiempo que también entraba – dejé el aire acondicionado prendido para que estemos frescos.

El calor que traían de la calle les duró poco tiempo, porque pronto pudieron ponerse cómodos: ¡fuera calzado! ¡fuera medias! La pareja de amigos comenzó a charlar de manera suelta y amena.

- Contame en qué andas Caro – dijo sonriente – ¿cómo va el estudio?
- Muy bien – devolviendo la sonrisa – hice un nuevo grupo de amigos y ahora voy para todos lados con ellos.
- ¡Qué bueno! – dijo Iván, y quedó callado.

Mientras el silencio se apoderaba por unos instantes del lugar, Iván comenzó a sentir calor. Sintió como el aire acondicionado no lo refrescaba y la sudoración se hacía inevitable. Acomodó su remera, intentó quitar la transpiración de su pelo y respiró.

- ¿Todo bien? – preguntó Carolina.
- Sí, todo bien; con calor.
- Se nota.

Ambos comenzaron a reír y a hacer chistes. Iván fue en busca del equipo de mate, mientras Carolina ponía música con su celular.
- No me dijiste nada sobre el trabajo – gritó Carolina desde el comedor - ¿cómo vas?
- Muy bien – respondió desde la cocina – adaptándome todavía; ¿vos? ¿Qué resolviste finalmente?
- Me parece que este año voy a trabajar como secretaria en una oficina, el dueño del lugar es un muchacho joven y muy copado.
- Mirá… bueno, bien.

Mientras Iván cargaba el termo con agua caliente, comenzó a sentir un olor extraño en su cocina, un olor como a metal oxidado o a pasto en descomposición; era un olor tan fuerte que le hizo dar arcadas y su rostro se contrajo. Intentó ver de dónde procedía, inspeccionó la basura, la heladera… pero nada.

- Caro ¿sentís ese olor? – preguntó luego de su inspección fallida.
- Yo no siento nada.
- ¿Estás segura? – nuevamente – es horrible.
- No Iván, debe ser tu imaginación – hizo un silencio – ¿qué opinas de lo de la oficina?
- Si a vos te parece – dijo sin prestar mucha atención al asunto.

La conversación continuó fluyendo, el termo se quedó sin agua y la pareja de amigos se divirtió.

- ¡Ey! –gritó Caro – no te conté, pero estoy yendo todos los martes y jueves, después de la facultad, a un bar súper lindo, tenemos que ir.
- ¿Todos los martes y jueves? – preguntó secamente.
- Si, ¿por qué lo preguntas? – increpó también muy cortante.
- Por nada, solamente me parece que… bueno, nada.
- Decime por favor Iván.
- Me parece que estás haciendo cosas que no deberías, como lo del trabajo, lo del estudio, ahora lo del bar… te estás perdiendo un poco de eje.
- Iván – dijo enojada – ¿me parece a mí o me estás juzgando todo el tiempo?
- No te estoy juzgando, solamente te digo lo que me parece – hizo una pausa – y creo que estás haciendo muchas cosas mal.
- ¿Sabes qué Iván? – dijo con calma – no me gusta que me juzguen – mejor me voy.

Ambos amigos se despidieron de manera apresurada, dejando un gusto amargo en sus bocas. Carolina se fue sin mirar atrás, Iván entró a su casa de igual forma; se sentó en su sillón y en completo silencio cerró los ojos.
- Dejala, ya se va a dar cuenta sola – dijo una voz desde el interior de Iván – tarde o temprano te va a dar la razón; dejala que se choque con las paredes las veces que necesite, vos ya las pasaste esas y sabes mucho más que ella.
- ¿Tan así es? – se preguntó a sí mismo titubeando.
- Pero claro: cuando su jefe la acose, sus amigos la dejen y se pierda en el alcohol va a darse cuenta de que vos tenías razón.
- Sí, es así – dijo esbozando una sonrisa falsa – como decía mi abuela “ya volverá a mi rancho, con el caballo cansado”

Y así fue como Iván se fue a dormir, acobijado por el prejuicio, acurrucado en la suposición y con una canción cantada por voces que juzgan… y en su cama soñó con que un mundo mejor era posible, un mundo en el que él tenía siempre el control sobre las personas.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 19 de febrero de 2019

Locuras

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En la ciudad de Buenos Aires los boliches no pasan desapercibidos y su música genera un ritmo hipnótico que atrapa a las personas de todos los rincones. Las calles toman un color diferente, recrean imágenes de película, son postales de mundos alocados.
Alexis acababa de presenciar un show musical, y se disponía a comer un pan relleno que había comprado en la puerta del evento. Junto a sus amigos se sentó en el cordón de la calle y en silencio comenzó a observar el pintoresco paisaje. Lo que más llamó su atención fue el hecho de que tres personas estaban discutiendo a escasos metros de donde estaba sentado.

- Vos lo que tenes que entender – dijo un hombre en situación de calle – es que los hombres y las mujeres no somos iguales, somos diferentes.
- Claro – dijo su compañero – la cuestión de las hormonas no es un chiste, somos muy diferentes.
- Además – aportó nuevamente el primero – las mujeres están locas, no como nosotros los hombre.

El tercer hombre que participaba de la conversación era un muchacho joven que se encontraba parado y parecía el más cuerdo del lugar. Intentaba hablar con las dos personas que tenía frente a él, hacerlas comprender.

- Ustedes – dijo hablando fuerte – están equivocados, no están en lo correcto.
- ¿Por qué? – preguntó con olor a alcohol.
- Porque todos somos iguales, hombres y mujeres – dijo haciendo una pausa – entonces hay que respetar a todos por igual.
- ¿Pero vos no ves que están locas? – dijo como quien no escucha.
- Yo veo de todo… pero con respeto.

Ante la compleja situación, los dos “locos” se levantaron de donde estaban y se fueron a regañadientes; quizá porque el alcohol ya había hecho efecto, quizá porque la locura pudo más y nuevamente se encontraron con un impedimento mental. El tercer hombre se sentó contra una cortina y, sin guardar silencio, comenzó a hablarle a Alexis.

- Pobrecitos – dijo señalando a los hombres que se iban – no están bien, están locos.
- Bueno – dijo Alexis sorprendido – por lo menos les sacaste tema de conversación y les hablaste.
- Claro que sí – dijo sonriendo – ojalá con el tiempo se den cuenta de lo más importante.
- ¿Y qué es lo más importante? – preguntó Alexis queriendo comprender.
- Que en la vida no hay que juzgar, nunca hay que juzgar a nadie.
- Tenes toda la razón del mundo, no hay que juzgar.
- Cuando uno juzga se está juzgando.
- Vos y yo estamos en sintonía – dijo Alexis contento al ver que había alguien que veía las cosas de la misma manera que él.
- No tenemos nada más que hablar, ya sabemos todo – dijo riendo.
- Así es.

La conversación termino de manera amistosa entre esas dos personas que no se conocían, pero se comprendían. Alexis estaba contento porque no era fácil encontrar a alguien tan consciente y cuerdo a altas horas de la noche.

- Pobrecitos los locos – repitió de repente aquél hombre.

Alexis volvió la mirada pensando que nuevamente le estaban hablando a él.

- No hay que juzgar, no, no, no – dijo sonriendo al tiempo que miraba el cielo y las estrellas - ¿me voy o no? – se preguntó a sí mismo - ¿Qué hago?

Alexis no comprendía lo que sucedía. Pensó que le hablaban a él, pero aquél hombre se encontraba hablando solo, riendo y moviéndose rítmicamente.

- El secreto es no juzgar, pobrecitos los locos, ellos no están bien y yo se los hice ver – dijo esta vez gritando - ¿te das cuenta? Es así como te lo cuento – mirando nuevamente al cielo - ¡chau, me voy! – y comenzó a correr.

Alexis se quedó perplejo, como intentando capitalizar lo que acaba de sucederle. Mientras sus pensamientos chocaban entre sí pudo observar como aquél hombre corría y se perdía entre la muchedumbre. Finalmente pudo comprender: había visto a dos “locos” discutiendo con un “hombre cuerdo” con el que se había sentido identificado; finalmente se dio cuenta de que los tres eran “locos”… o quizá los cuatro.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 12 de febrero de 2019

El hombre Santo

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En la región más pobre de la India, un lugar era el más concurrido: Cibellá: Estaba rodeado de altas montañas y furiosos afluentes de agua contaminado. Era un poblado provisto con pocas casas y ningún edificio del gobierno o de alguna empresa extranjera. Con el correr de los años, este poblado se hizo famoso por un viejo Gurú espiritual que tenía fama de milagroso. Las personas emprendían de todas partes del mundo una peregrinación increíble para poder llegar y ser recibidas y atendidas por este hombre al que ya muchos consideraban un hombre santo.

Una mañana de invierno, las bajas temperaturas y los fuertes vientos asolaban el pequeño paraje, pero no eran suficientes las fuerzas de la naturaleza para hacer retroceder a las treinta personas que habían llegado al lugar en busca de tratamiento. Cuando los primeros rayos de Sol comenzaron a derretir las estalactitas matinales, las puertas de la choza del gran Gurú se abrieron para recibir a la muchedumbre. Uno a uno fueron recibidos los peregrinos.

- Buenos días – dijo la primera de las viajeras.
- ¿En qué puedo ayudarte? – respondió el Gurú.
- Me han diagnosticado Cáncer de médula ósea hace algunas semanas y… - fue interrumpida.
- Toma tres cucharadas por la mañana de este líquido que cuidadosamente he preparado.
- Muchísimas gracias Gran Gurú, te estaré siempre agradecida – dijo.

Mientras tanto, los asistentes del Gurú ayudaban a salir a la mujer y hacían entrar al siguiente viajero. Fuera de la choza todo era llanto, aplausos y exaltaciones.

- Gran Gurú – dijo el viajero – necesito su ayuda.
- ¿En qué puedo ayudarle? – respondió casi automáticamente el hombre Santo.
- Me han detectado una extraña enfermedad en el cerebro que… - nuevamente la interrupción.
- Toma tres cucharadas por la mañana de este líquido que cuidadosamente he preparado.
- ¿Tiene alguna contra indicación? – preguntó con lágrimas en los ojos.
- Si – haciendo un silencio – no lo tomes estando triste.

Una a una, fueron pasando la totalidad de los peregrinos. Quienes vinieron en búsqueda de ayuda para sus problemas eso fue lo que encontraron: ayuda. Sin embargo, cuando el viejo Gurú estuvo en la tranquilidad de su hogar, una última persona golpeó fuerte la puerta.

- ¿Qué puedo hacer por ti? – le dijo a un hombre en silla de ruedas.
- ¡Usted es un embustero, un estafador y una mala persona! – le gritó.
- ¿A sí? – preguntó - ¿por qué lo dices?
- Usted afirma tener la cura para todas las enfermedades, y eso es imposible.
- Sin embargo muchísimas personas se han sanado.
- Sí, pero no todas – volvió a responder violentamente – además lo he descubierto, conozco su truco.
- ¿Qué truco? – dijo irónicamente - ¿Has descubierto que no soy santo? ¿O que no provengo de familia Sagrada? ¿O acaso has descubierto que lo que le receto a las personas es solo agua con azúcar?

En ese instante aquel hombre en silla de ruedas palideció. No podía creer lo que estaba escuchando, sus deducciones habían sido ciertas pero crueles.

- ¿Por qué juega así con las personas? – dijo con lágrimas en los ojos – yo mismo he venido con un diagnóstico terminal y ahora me encuentro con esto.
- No llores, puede caerte mal el agua con azúcar que voy a darte – dijo sonriendo.
- Usted es un sínico.
- Voy a revelarte un gran secreto, además de los que ya te he revelado. Yo no soy un hombre santo, pero sí soy un canal.
- ¿A qué se refiere?
- Las personas que vienen a verme recorrer cientos, a veces miles de kilómetros en busca de sanar; escalan montañas, vuelas por los océanos, gastan muchísimo dinero viajando, se embaucan en un proyecto que les lleva semanas o hasta meses… ¿y sabes por qué se curan cuando toman agua con azúcar?
- No…
- Porque la cura siempre ha estado dentro de ellos, y la enfermedad se ha desvanecido a lo largo del viaje.
- Pero… - dijo sin saber qué decir.
- ¿Cuántos meses de vida te han diagnosticado?
- Solo un mes – dijo al tiempo que abría grandes sus ojos.
- ¿Y cuánto hace que te encuentras viajando?
- Tres meses…
- Felicitaciones, ya no necesitas el agua con azúcar.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 5 de febrero de 2019

El ego

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En el norte del Perú pre-colombino existía un pequeño poblado incaico llamado Pisac. Se encontraba inmerso en una espesa vegetación selvática, donde los caminos se perdían entre árboles, rocas y riachos. Un chamán era muy reconocido en este lugar, su nombre era Achachic. Como todo brujo de la antigüedad, se dedicaba a curar todo tipo de situaciones en relación a lo espiritual: ayudaba a las mujeres a dar a luz, a quienes agonizaban los ayudaba en su viaje a la otra vida, los guerreros recibían sus curaciones, interpretaba los sueños de los niños y alejaba a los malos espíritus del poblado. Este hombre era una auténtica celebridad por aquellos años. Siempre recibía, a cambio de su ayuda, favores de todo tipo: alimentos, esclavos, animales y lugares privilegiados a la hora de hacer política.

Con el correr de los años, su fama llegó a oídos del gran Inca, quien mandó a su hijo para aprender las artes del chamanismo de la mano de Achachic.

— Joven Inca – dijo el chamán – te enseñaré lo que mi linaje me ha enseñado a lo largo de los años, y todos los secretos del Universo te serán revelados.
— Así lo deseo – dijo el joven Inca.

Ambos hombres se pusieron en marcha, y las severas enseñanzas del viejo chamán comenzaron a ser impartidas. El joven Inca aprendió a interpretar el lenguaje del viento, a hablar con los animales, a entrar en trance, a curar a las personas, a ser un auténtico hombre de conocimiento. Con el correr de los años, el prestigio del hijo del Inca fue aún más grande que el de Achachic; si bien caminaban juntos por el poblado de Pisac y sus inmediaciones, las personas siempre agradecían al joven Inca, y poco a poco comenzaron a olvidar a Achachic, quien jamás se mostró celoso.

– Ha llegado la hora de tu última enseñanza – le dijo al joven Inca – debemos emprender un viaje a la montaña.
– Como usted lo indique Nagual (maestro).

El chamán y su aprendiz caminaron surcando viejos senderos por el corazón de la montaña, hasta llegar a la cima. Una vez allí en lo alto, los dos hombres contemplaron la puesta del Sol, del Tata Inti como lo llamaban.

– Hoy recibirás algo que cambiará tu historia para siempre, una gran enseñanza – dijo Achachic con misterio.
– Estoy listo – mientras esbozaba una gran sonrisa.

En ese preciso momento, el viejo chamán tomó algo de su bolso y apuñaló con todas sus fuerzas el abdomen del joven Inca. La sangre comenzó a brotar por todas las blancas ropas del joven, mientras caía tendido al piso. Achachic observaba con sus ojos nublados el cuchillo de obsidiana que manchaba su mano con sangre sagrada.

– Esta es tu última enseñanza: solo hay lugar para un chamán en estas tierras.

Achachic comenzó a alejarse mientras el Sol aún caía sin mirar atrás, dejando el cuerpo del que hubiera sido el próximo Inca tendido en el suelo.

– Nagual – gritó el joven desde el suelo con sus últimos alientos – ahora lo veo claro, la enseñanza no era para mí, sino para ti.
– ¿Qué dices? – preguntó algo asustado el viejo chamán.
– Jamás has hecho algo por amor o por bondad – dijo con sangre en su boca – todo lo que has hecho lo has hecho por ti… por tu ego.
– Aunque sea cierto – dijo Achachic – yo vivo, y tu mueres.
– Vivir para alimentar el ego no es vivir – dijo y cerró los ojos – es morir en vida.

- Alan Spinelli Kralj -

martes, 29 de enero de 2019

El hombre de los castillos

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Las playas de la provincia de Buenos Aires eran tan diversas y diferentes como las personas que las frecuentaban; algunas más claras, otras más oscuras, algunas más visitadas, otras no tanto, y así podría seguir la lista. Lo cierto es que en Mar del Plata, una de las playas más concurridas, desde hacía algunos años un hombre muy particular veraneaba por esas costas. Un grupo de señoras adineradas estaban tomando café frío mientras observaban y criticaban todo cuanto sucedía a su alrededor.

— Mira Estela — dijo una de ellas — ahí está el “loquito” — dijo señalando al centro de las sombrillas.
— Si — respondió Lucrecia —ahora sí vamos a divertirnos.

Ambas mujeres comenzaron a reírse de manera irónica y maliciosa. Frente a ellas y muy cerca del mar, un hombre de unos cincuenta años había llegado con su hijo a llamar la atención de algunas personas. El hombre estaba quedándose pelado, una panza estaba comenzando a asomar y unos gruesos lentes lo acompañaban. Junto a él, su hijo de aproximadamente ocho años. Iban cargados con una infinidad de palas, picos, baldes, reglas, rociadores, rastrillos… todo de plástico; sí, iban cargados con muchos juegos de playa.

— Bueno Francisco — dijo el padre — vamos a empezar a jugar.
— Si papi — respondió al tiempo que arrojaba todo al suelo — este es un buen lugar.
— Así es — asintió — y recordá lo que siempre te digo.
— Si pa, no me lo olvido nunca.

Padre e hijos se tiraron en la arena, y ensuciándose por completo comenzaron a cavar pozos, a llenarlos de agua, a construir castillos, a enterrarse los pies, arrojarse arena. La gente los observaba y sobre ellos comentaba porque resultaba chocante ver a un adulto reírse y jugar como si fuera un niño. Los castillos no eran obras de arte y los pozos tampoco tan profundos, lo que realmente hacía girar las miradas eran las risas, los gritos y la fascinación de padre e hijo.

—Pa — dijo el niño — ¿podemos traer toda el agua del mar a nuestro pozo?
— Claro que si, en algunos minutos empezamos — y ambos rieron.

Las señoras que los observaban de cerca no pudieron con su genio y decidieron acercarse a criticar con lo que creían “la vara de la verdad”.

—Disculpe señor — dijo Lucrecia entre risas inocultables — ¿no le parece un poco fuera de lugar comportarse como un niño?
— ¿Por qué lo pregunta? —respondió mientras perfeccionaba la torre de un castillo.
— Porque está gritando, jugando como un loco y rebajándose a su hijo.

En ese preciso momento el padre habló con el niño.

— Francisco —con una sonrisa — andá a fijarte por donde podemos empezar a sacar el agua.
— Si pa —dijo mientras tiraba todo y corría hacia el mar.

Por unos minutos, el hombre de los castillos de arena y ambas señoras intercambiaron miradas y gestos.

— Voy a responder a su pregunta señora —dijo — usted puede ver que mi comportamiento es el de un niño: juego, grito, pataleo, corro, armo y desarmo castillos — hizo un silencio — y en todas esas cosas usted tiene razón, pero hay una diferencia.
— ¿Ah, sí? — con ironía — ¿qué diferencia?
— Usted piensa que yo me rebajo a ser un niño, cuando en realidad estoy haciendo todo lo posible por volver a ser uno.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 22 de enero de 2019

Mundos de mentira

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Florencia era una muchachita muy especial. Cabellos dorados, cachetes rojizos, boca sonriente, ojos verdes como el césped. Cualquiera diría que era como una muñeca de porcelana, inclusive hasta frágil. Tenía quince años, y su inocencia estaba comenzando a ser boicoteada por sus propios pensamientos.

- Flor – le dijo su mejor amigo – se acerca tu cumpleaños, ¿qué vas a hacer este año?
- Nada Dami – respondió como si no le importara – sabes que nunca hago nada para mis cumpleaños.
- Pero quizá este año pueda cambiar.
- Veremos… - dijo con poco interés.
- ¿Algún problema en casa?
- Jamás he tenido un solo problema en casa Dami, ¿por qué habría de tenerlo ahora?
- No lo sé, nunca hablas mucho de lo que pasa en tu casa, y nadie conoce tu hogar.
- No es cierto – dijo al tiempo que pensaba – ya has venido cuando éramos muy pequeños.
- Eso fue hace mucho. ¿Cómo andan tus padres?
- Damián – gritó – parece que estoy en un interrogatorio – si quieres saber cómo es mi familia te diré que es perfecta, y que soy la envidia de muchas personas, tengo una familia funcional.
- Pero nunca… - fue interrumpido.
- Nunca peleamos, nunca discutimos, me aman, los amo; me dan todo el afecto, cariño y atención que necesito. Soy una mujer feliz, ¿tanto trabajo te cuesta entenderlo y aceptarlo?

La conversación entre ambos compañeros de estudios y amigos de la vida se había vuelto áspera. Evidentemente Florencia no tenía ganas de hablar, y mucho menos de exponerse. Los ojos de Florencia se llenaron de lágrima y su rostro palideció.

- Tengo que irme Dami, se está haciendo tarde y no quiero que mi mamá tenga que hacer todos los quehaceres sola, además disfruto ayudando en casa.
- Está bien Flor, hablaremos mañana con más tiempo.
- Claro – dijo Florencia intentando disimular su mirada – nos vemos después.

La muchacha rizos de oro comenzó a caminar por la calle poco transitada para llegar a su casa. Mientras caminaba pensaba, y con ese pensamientos los llantos afloraban más y más, pero creía no saber el porqué.

- Flor – gritó un almacenero que la vio pasar – tengo un paquete para tu señor padre – dijo entre bromas.
- ¿Cómo anda Luis? – respondió limpiando su rostro.
- Bien querida, aquí tienes el paquete. Luego me lo paga tu padre. Envía mis saludos.
- Serán dados y apreciados – respondió con su sonrisa.

El ruido a botellas tintinaba en el interior de las bolsas. Cuando estuvo en el umbral de la puerta, cerró los ojos, tomó aire y entró.

- Buenas tardes, ¿cómo están? – preguntó con buenas energía,
- ¿Dónde estabas? – gritó el padre – regalándote frente a los muchachos del barrio.
- Rubén, basta por favor – dijo la madre afligida – no empieces con...
- Y vos te callas – interrumpió a su esposa con un golpe de puño en un rostro ya magullado.
- Papá – dijo viendo lo que acababa de suceder – papi te traje un pedido del almacén.
- Dame mi maldito alcohol, no sé qué haría sin él… debería tener que enfrentarme a ustedes, las mujeres que arruinan mi felicidad.
- Papi que disfrutes de tus bebidas, nosotras con mamá prepararemos una cena que te guste.

El padre se retiró para su habitación, dejando a una esposa golpeada físicamente y a una hija golpeada emocionalmente. La casa estaba en un pésimo estado, tan llena de humedad como de recuerdos dolorosos. Marcas de violencia por donde se fijara la vista. La habitación de Florencia se reducía a un catre utilizado como sillón en una esquina de la cocina. Decenas de botellas de alcohol por doquier; centenares de cigarrillos, miles de sufrimientos.

*

Al día siguiente Florencia estaba de cumpleaños. Se levantó temprano para ir a la escuela, y nadie hizo nada especial: su padre dormía presa del alcohol, su madre presa de su padre. La muchachita de los rizos de oro se cambió, y salió de su hogar sin comer. Grande fue su sorpresa cuando comenzó a caminar.

- Sorpresa – gritó Damián – vine a buscarte a tu casa por tu cumpleaños.
- Damián – dijo en voz baja – no tendrías que haber vendido hasta acá.
- ¿Por qué? – preguntó preocupado – ¿todo bien?

Florencia miró hacia la casa que dejaba en silencio detrás, y con sus pensamientos puestos en posibles castigos y dolores sintió que su pecho se hundía. Sus ojos se pusieron brillosos y abrazó a Damián.

- Si Dami, todo bien. Tendrías que haber visto el gran desayuno que me hicieron mis padres. No me dejaban salir de lo fuerte que eran sus abrazos.


- Alan Spinelli Kralj -

martes, 15 de enero de 2019

El documental: El iluminado

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Una reconocida empresa, que se dedicaba a la producción de documentales, había decidido enviar a un grupo de reporteros a una isla para entrevistar un gran misterio: un joven al que le decían “el iluminado”. La isla quedaba en medio del océano Pacífico, y era reconocida por sus bellas playas, sus paisajes y sus pobladores. Entre arena rosa, negra y agua turquesa los reporteros comenzaron a investigar. Genaro, un especialista en teología, encabezaba la búsqueda junto a su camarógrafo Miguel.

- Disculpe – dijo Genaro a un anciano - ¿sabe usted donde puedo encontrar al hombre que llaman iluminado?
- No sé a qué se refiere con “hombre” – dijo en tono amigable – pero si busca sabiduría, en aquella dirección podrá encontrarla.

Genaro y Miguel continuaron caminando por las angostas calles de la isla, disfrutando del paisaje, y conociendo a sus pobladores.

- Señora – dijo esta vez Miguel - ¿es esta la dirección por la que encontraré al Señor Iluminado?
- Jajaja – rió la anciana – sí, van por buen camino extranjeros, sigan caminando por esta calle y se encontrarán con él.

Sin saber el porqué de la risa de los pobladores, ambos documentalistas continuaron con su búsqueda. Mientras avanzaban pudieron ver que, a pesar de las condiciones austeras en las que se vivía, los isleños eran muy serviciales y, por sobre todas las cosas, estaban felices.

Poco a poco fueron acercándose al lugar indicado. En lo alto de una colina se observaba lo que parecía ser un santuario, ubicado al aire libre. Con respeto y cordialmente, fueron abriéndose paso entre las personas, y para su enorme sorpresa se encontraron con el iluminado: un niño que no sobrepasaba los diez años, de ojos celestes como el cielo, y rizos rubios; sonrisa espontánea, chistosa.

- Buenos días – dijeron al unísono ambos hombres de ciencia – ¿es usted el iluminado?

Todos, incluyendo al niño, guardaron el más absoluto silencio, solo el sonido de las olas y el viento se escuchaba.

- Hola – dijo el niño – mi nombre es Valentín, y si a ustedes les gusta decirme el iluminado pueden hacerlo, pero Valentín es como me llama mi mamá.
- Bueno Valentín. Somos dos viajeros, y hemos venido hasta aquí para hablar contigo.
- ¡Genial! – gritó Valentín – entonces ya han logrado su cometido, porque estamos hablando y eso es lo que vinieron a buscar.

Todos rieron, un poco por el nerviosismo, un poco por lo gracioso del cometario.

- Queremos entrevistarte Valentín – continuó Genaro – porque de dónde venimos a las personas le llama mucho la atención tu sabiduría y el afecto que te tienen estas personas.
- Gracias – dijo el niño – puedo decirles que la gente me quiere porque yo los quiero, y ellos son buenos conmigo porque yo soy bueno con ellos – hizo una pausa – y aunque no lo crean, hemos aprendido a ser recíprocos, pero sin esperar nada a cambio… todo ha sucedido naturalmente.
- Creo que tienen razón en llamarte el Iluminado – dijo en tono socarrón Miguel.
- Eso es aún más simple de explicar.
- ¿Qué cosa?
- De donde proviene lo que ustedes llaman sabiduría.
- Queremos saber – dijeron los investigadores al tiempo que se disponían a desenfundar sus aparatos para filmar.
- No hace falta que desempaquen nada – dijo el niño con una gran sonrisa – porque una sola cosa es la que les diré, y luego si quieren aprender, deberán quedarse un tiempo en esta isla.
- ¿Y qué es eso tan importante? – dijeron sorprendidos.
- Que un niño puede aprender a ser un sabio si aprende a hablar consigo mismo… y yo, mis queridos visitantes, soy un gran conversador.

martes, 8 de enero de 2019

El paradigma de los pájaros

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Dos jóvenes filósofos debatían acerca de la vida en el banco de una plaza. Ambos habían estudiado en importantes universidades, se habían recibido con honores y hoy, aunque a temprana edad, eran considerados por sus colegas como dos eruditos. Observaban y contemplaban todo cuanto los rodeaba. De repente, entre mayéuticas y hermenéuticas cruzadas, sus atenciones se vieron direccionadas hacia un hombre que se sentaba a unos metros frente a ellos.

- Mira Diego, mira a ese anciano.
- Lo veo – dijo al tiempo que sonreía – parece que conoce la plaza muy bien, Nelson.
- Si, y también se nota que está muy viejo, y no hay que ser filósofo para darse cuenta, jaja.

Ambos rieron de su “culto” chiste. El anciano parecía vestido con ropa muy anticuada, descuidada. Gruesos lentes, pelo canoso, sin rastros de barba y piel rugosa. El anciano estaba sentado, aparentemente observando hacia el infinito, como ido.

- Ahí lo tenes, solo, sin nadie con quien hablar. Debe ser terrible llegar a esa edad y no poder hacer nada más que envejecer.
- Sí, creo que la ancianidad está acompañada de la soledad, porque si no, no se explica que tantos ancianos estén como él: solos.
- Es cierto, además debe estar loco – dijo en tono perspicaz – es más, esperemos unos minutos y vamos a poder contemplar la soledad.
- Si, estemos atentos.

Ambos filósofos parecían entretenerse con la escena que tenían delante: un anciano sentado en un banco de plaza. De repente, un pájaro se posó sobre una fuente de agua muy cerca del anciano, quien comenzó a observarlo. Lo miraba, lo contemplaba, lo sentía. Entonces aquél hombre de tez blanca y pelo canoso comenzó a sonreír, luego a reír y finalmente sacó del bolsillo un trozo de pan y comenzó a arrojarle migas al pájaro.

- ¡Eureka! – gritó Diego – ahí lo tenemos.
- ¿Qué cosa? – preguntó irónicamente Nelson.
- El anciano y su soledad se han hecho presentes. Qué solo debe estar ese hombre que la sola presencia de un pájaro lo alegra.

En ese preciso instante, un niño que estaba jugando a la pelota, y aparentemente escuchando la conversación, se acercó a ambos profesionales.


- Ustedes podrán saber mucho, pero para mí se equivocan – dijo valientemente ante dos extraños.
- Ah… ¿Si? – preguntaron desafiantes -¿y por qué crees que nos equivocamos?
- Para ustedes una persona que le sonríe a los pájaros es un hombre al cual le duele la soledad – hizo un silencio – pero para mí, aquél que sonríe ante la presencia de un pájaro… ése es un hombre feliz.

- Alan Spinelli Kralj - 

jueves, 3 de enero de 2019

Crecer es una trampa

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- Recuerdo que antes – dijo enojado el hombre – era más sabio, mucho más inteligente.
- ¿Antes cuándo? – preguntó el nieto son rostro preocupado.
- Antes – hizo una pausa – simplemente antes.

La charla se llevaba a cabo en la casa de campo del viejo Tobías, un anciano de unos noventa años que había sabido convertirse en un hombre rico. La quinta estaba llena de árboles frutales, de plantas coloridas y de pájaros que rondaban por todo el lugar. Tobías y su nieto estaban hablando debajo de una pérgola rodeada de parras violáceas. Su nieto, el joven Carlitos, era el único que iba a visitarlo. Tobías sufría de demencia, con lo cual las conversaciones con él se tornaban muy difíciles; había historias inconexas, preguntaba por personas que habían fallecido, se enojaba con facilidad y permanecía fiel a su rutina diaria.

- ¿Cómo era tu nombre? – preguntó el anciano con el ceño fruncido.
- Soy Carlos abuelo, tu nieto.
- Ah, cierto… ¿y de qué estábamos hablando?
- Ya no importa abuelo – dijo dulcemente – cuéntame lo que quieras.
- ¿Qué quiero? – dijo gritando – yo no quiero nada, mira lo que me pasó por siempre estar queriendo cosas.

Aparentemente, Tobías estaba en otra de sus inconexiones, pero Carlitos no se daba por vencido con respecto a su abuelo; le tenía un cariño especial, y estaba dispuesto a seguirle la corriente y no contradecirlo.

- Te pasaron muchas cosas buenas abuelo.
- No lo niego, pero también esas cosas que me sucedieron trajeron cosas malas.
- ¿Cómo qué?
- Yo lo soñé todo, pero fui muy ingenuo.
- Abuelo – interrumpió Carlitos – si no intentas seguir el hilo de la conversación, no puedo entender lo que quieres decirme.
- De pequeño soñé con este lugar – continuó sin prestar atención a su nieto – con los árboles, con la quinta, con el dinero, pero por sobre todas las cosas soñé con el éxito.
- Y todas esas cosas las conseguiste abuelo.
- Todas las cosas que soñé tuvieron un precio, y ese precio supo ser alto.
- En la vida nada es color de rosas abuelo – dijo Carlitos para tranquilizarlo.
- Los árboles trajeron hormigas, la quinta responsabilidades, el dinero peleas y el éxito – hizo una pausa – el éxito trajo soledad.
- No estás solo abuelo, me tienes a mí.

La tarde estaba preciosa ese otoño, y los colores ocres se extendían por todo el predio. Abuelo y nieto parecían una pieza más de la bella escena.

- Siempre quise ser un antropólogo famoso, y lo logré – continuó – pero a causa de mi fama todo cambió: mi realidad, mi familia, mis amigos, mis tiempos, mis sentimientos, todo cambió.
- No estés tan deprimido abuelo, son cosas de la edad, son cosas de la enfermedad.

En ese momento, su abuelo pareció tener un colapso mental, algo en su interior se movió y giró en el sentido correcto. Su mirada volvió a tener brillo, a tener pasión. Miró como quien mira a un fantasma a su nieto de catorce años, y se abalanzó sobre él. Lo tomó por los hombros, y como quien huye de sí mismo, se apresuró a hablar.

- Carlitos – gritó – no sé cuánto tiempo esta enfermedad me dejará hablarte con sensatez, no tengo mucho tiempo y tengo algo muy importante que decirte.
- Abuelo – dijo pasmado Carlitos – me estás asustando.
- Carlitos recuerda muy bien mis palabras: ¡Crecer es una trampa!
- ¿A qué te refieres?
- A que cuando somos niños queremos crecer, cuando somos adultos no queremos envejecer, y cuando somos viejos queremos volver a ser niños… en conclusión – reafirmó – crecer es una trampa.
- Abuelo…

En ese momento, Tobías soltó a su nieto, y sin decir una palabras volvió a sentarse sobre su lugar, volvió a tener la mirada perdida, y permaneció abrazado a sus pensamientos.

- Recuerdo que antes – volvió a repetir – era más sabio, mucho más inteligente…