En una pequeña casa en las afueras de un pueblo, un jovencito visitaba a su abuelo. El anciano tenía el rostro cubierto de arrugas, coronado por una gran cantidad de pelo en las cejas y escasos cabellos blancos en su cabeza. Sentado en una silla de ruedas, platicaba con su nieto. La habitación en la que se encontraban estaba despintada pero prolija, poblada de muebles, cada uno ubicado en la posición justa. Mucha luz inundaba la sala, y corría una brisa mañanera que entraba por los grandes ventanales.
— Juancito — comenzó a platicar el anciano.
— ¿Qué abuelo? — respondió con paciencia.
— ¿Acaso te conté de la vez en que visité un bosque en las montañas y me topé con un maravilloso pájaro que me enseñó acerca de la amistad?
— Sí abuelo, muchas veces — respondió Juan con sequedad.
— Ajá — pronunció el abuelo al mismo tiempo que chasqueaba su lengua — y dime Juancito… ¿te conté sobre la vez que conocí en ese mismo bosque a una bella mariposa que lloraba porque había perdido a su familia?
— También lo hiciste abuelo — respondió mientras miraba los muebles y prestaba poca atención a las historias de su abuelo.
— Eso me recuerda a la vez que me adentré en las montañas más altas del mundo para buscar a un chamán llamado Facundo, y me enseñó que….
— Abuelo — interrumpió el jovencito — ¿por qué mientes todo el tiempo?
El anciano fue sorprendido por la pregunta, pero lejos de enojarse se enterneció con su nieto. En la familia de aquellas dos personas se decía que el abuelo estaba loco, que decía disparates e inventaba historias que nunca habían sucedido. Quizá por eso solo el pequeño Juan lo visitaba y aguantaba sus relatos.
— ¿Por qué crees que miento Juancito? — preguntó amablemente.
— Porque no es cierto que los pájaros sepan de amistad, ni que las mariposas lloren, tampoco me imagino que tú hayas ido a las montañas y te encontraras con gente sabia.
— Es que allí está el problema Juancito; debes imaginar las cosas para que puedan ser posibles, para que sean reales.
— Entonces, si solo están en la imaginación, eso quiere decir que nunca sucedieron — dijo enfurecido ante la tozudez de su abuelo.
— Mira Juancito, hazme un favor y trae esa gran valija que hay en el suelo.
Juan hizo lo que su abuelo le pedía. Puso la valija entre los dos, y la abrió. En su interior, pudo encontrar una docena de libros. Todos eran muy viejos, algunos grandes y otros pequeños, algunos pesados y otros livianos. En aquellos ejemplares las tapas eran muy diversas: algunas representaban bosques, otras montañas, algunas tenían desiertos y otras, tenían mundos mágicos dibujados. Todos los libros eran diferentes, pero en todos ellos estaba el nombre de su abuelo.
— Abuelo — dijo Juan sorprendido — ¿tú los escribiste?
— Si Juancito, fui y soy escritor; todos esos libros fueron escritos por mí.
— ¿Y por qué nunca se lo dijiste a nadie? — preguntó con inevitable curiosidad.
— Algunos lo saben, otros no. Lo cierto es que aquí están mis historias Juancito. ¿Ahora me crees?
— Pero tu escribiste esos libros, no fuiste a esos lugares, ¿o sí?
— Claro que fui a esos lugares, mi imaginación se transportó a esos bosques, a esos desiertos, a esas montañas y a mundos fantásticos; y cuando cientos de personas los leyeron también pudieron viajar a esos lugares… esas aventuras sucedieron, me sucedieron Juancito.
— Te pido perdón por no haberte creído abuelo — dijo apenado el joven.
— No hay nada que perdonar Juancito, al contrario, ha llegado la hora de que tú comiences a viajar — y abrazando a su nieto, le obsequió los libros.
- Alan Spinelli Kralj -