Las playas de la provincia de Buenos Aires eran tan diversas y diferentes como las personas que las frecuentaban; algunas más claras, otras más oscuras, algunas más visitadas, otras no tanto, y así podría seguir la lista. Lo cierto es que en Mar del Plata, una de las playas más concurridas, desde hacía algunos años un hombre muy particular veraneaba por esas costas. Un grupo de señoras adineradas estaban tomando café frío mientras observaban y criticaban todo cuanto sucedía a su alrededor.
— Mira Estela — dijo una de ellas — ahí está el “loquito” — dijo señalando al centro de las sombrillas.
— Si — respondió Lucrecia —ahora sí vamos a divertirnos.
Ambas mujeres comenzaron a reírse de manera irónica y maliciosa. Frente a ellas y muy cerca del mar, un hombre de unos cincuenta años había llegado con su hijo a llamar la atención de algunas personas. El hombre estaba quedándose pelado, una panza estaba comenzando a asomar y unos gruesos lentes lo acompañaban. Junto a él, su hijo de aproximadamente ocho años. Iban cargados con una infinidad de palas, picos, baldes, reglas, rociadores, rastrillos… todo de plástico; sí, iban cargados con muchos juegos de playa.
— Bueno Francisco — dijo el padre — vamos a empezar a jugar.
— Si papi — respondió al tiempo que arrojaba todo al suelo — este es un buen lugar.
— Así es — asintió — y recordá lo que siempre te digo.
— Si pa, no me lo olvido nunca.
Padre e hijos se tiraron en la arena, y ensuciándose por completo comenzaron a cavar pozos, a llenarlos de agua, a construir castillos, a enterrarse los pies, arrojarse arena. La gente los observaba y sobre ellos comentaba porque resultaba chocante ver a un adulto reírse y jugar como si fuera un niño. Los castillos no eran obras de arte y los pozos tampoco tan profundos, lo que realmente hacía girar las miradas eran las risas, los gritos y la fascinación de padre e hijo.
—Pa — dijo el niño — ¿podemos traer toda el agua del mar a nuestro pozo?
— Claro que si, en algunos minutos empezamos — y ambos rieron.
Las señoras que los observaban de cerca no pudieron con su genio y decidieron acercarse a criticar con lo que creían “la vara de la verdad”.
—Disculpe señor — dijo Lucrecia entre risas inocultables — ¿no le parece un poco fuera de lugar comportarse como un niño?
— ¿Por qué lo pregunta? —respondió mientras perfeccionaba la torre de un castillo.
— Porque está gritando, jugando como un loco y rebajándose a su hijo.
En ese preciso momento el padre habló con el niño.
— Francisco —con una sonrisa — andá a fijarte por donde podemos empezar a sacar el agua.
— Si pa —dijo mientras tiraba todo y corría hacia el mar.
Por unos minutos, el hombre de los castillos de arena y ambas señoras intercambiaron miradas y gestos.
— Voy a responder a su pregunta señora —dijo — usted puede ver que mi comportamiento es el de un niño: juego, grito, pataleo, corro, armo y desarmo castillos — hizo un silencio — y en todas esas cosas usted tiene razón, pero hay una diferencia.
— ¿Ah, sí? — con ironía — ¿qué diferencia?
— Usted piensa que yo me rebajo a ser un niño, cuando en realidad estoy haciendo todo lo posible por volver a ser uno.
- Alan Spinelli Kralj -